Volvió Lorenzo Silva a mi vida, esta vez de mano amiga, desconocedora de mi noble admiración por él. Más razón que un santo, tiene. Y lo es.
Se publicó el 25 del presente en El Mundo.
Los poetas son gente rara. Pudiendo dedicarse a acopiar cualquiera de las pertenencias que es posible disfrutar a solas y legar en exclusiva a los hijos, para que estos a su vez las leguen a los suyos y así hasta el fin de los tiempos, invierten la energía y hasta la vida que no tienen en crear algo que pasa, desde el momento de su difusión, a pertenecerle a cualquiera.
La ley les reconoce, cierto es, un derecho de autor que puede sobrevivir unas décadas a su muerte. Pero todos sabemos que ese derecho es papel mojado a la hora de que cualquiera copie lo que el poeta escribió, o incluso lo rentabilice, sin darle parte, a través de los ingeniosos recursos que la revolución tecnológica ha puesto a disposición de los más astutos para monetizar en su provecho particular el talento y el sudor ajenos. Y aunque muchos no lo saben, desde el momento en que se publica el poema puede usarse lícitamente para una variada gama de propósitos, desde la cita hasta la enseñanza. Es el poeta uno de los muy pocos, entre nosotros, que crea una riqueza no regida por la lógica de las heladas aguas del cálculo egoísta (Marx dixit), sino por la lógica contraria de entregarla al uso y disfrute común.
Hay lugares del mundo donde esa aportación al acervo de todos, tan infrecuente, goza de reconocimiento y consideración social, que llega incluso a traducirse en medidas legislativas de fomento de una labor que redunda en provecho de la comunidad. Se reconocen beneficios fiscales a quienes promueven actividades culturales, se apoya a los creadores desfavorecidos, se les facilita a todos que prolonguen su actividad hasta donde les alcancen las fuerzas y el talento. Incluso hay lugares del mundo donde los derechos derivados de la creación no son meramente nominales, y se les dispensa una protección que llega al extremo de sancionar a quienes se permiten burlarlos o ignorarlos.
Por el contrario, en el país que no amaba (ni ama) a sus poetas, donde la codicia de cualquiera está muy por encima de la protección de sus derechos de autor (y ya nadie espera que sea nunca de otro modo), a lo que se les conmina, una y otra vez, es a que cierren el pico de una vez y dejen de incordiar. A las dificultades que encuentra una subsistencia sin apenas fuentes de ingresos, ni paliativo o mecenazgo que lo remedie, se añade, al final de la vida del poeta, un mensaje contundente: perderá la mitad de la magra pensión de jubilación que habrá logrado devengar si desea, inexplicablemente, seguir regalando sus versos a los demás. La paradoja en cuya virtud quien conserva capacidad y voluntad de aumentar el caudal cultural de su país ha de ser castigado, reconociéndole la mitad de los derechos de quienes, no habiendo cotizado más, o no pueden o no desean generar ese patrimonio común, nadie ha sido capaz de explicarla de forma satisfactoria. Sin embargo, cuando se lleva a votación en el parlamento la propuesta de enmendar esta encarnizada y extraña represalia, desconocida en los países del entorno más próximo, vuelve a toparse con el rechazo de la mayoría.
No hace mucho que murió el último gran poeta sumido en la indigencia. Su obra, pulcra, honda y excelente, quedará para siempre a disposición de quien quiera asomarse a través de ella a un festín de sabiduría y sensibilidad. A cambio, no se le habrá dado más que algún desganado y tardío reconocimiento oficial, con el que cabe dudar si resultó más distinguido el galardonado o quien tuvo la oportunidad de entregarle el galardón. Otros muchos fueron quedando por el camino: olvidados, ignorados, des-preciados, triturados al mínimo desliz por una administración tributaria insensible a sus versos. Alguno, incluso, fusilado.
Entre tanto, el país que no amaba a sus poetas se afanaba para dar un trato benigno a millonarios defraudadores, por los que sí sentía ese arrobo que los poetas jamás le inspiraron.