La poesía, a veces, se viste de corto y de
negro; de relato y de género:
El
hombre en la calle, de George Simenon
Los cuatro hombres iban
apretujados dentro del taxi. En París helaba. A las siete y media de la mañana
la ciudad estaba lívida, el viento hacía correr a ras de suelo un polvillo de
hielo. El
más delgado de los cuatro, en un asiento abatible, tenía un cigarrillo pegado
al labio inferior e iba esposado. El más importante, de mandíbula fuerte,
envuelto en un recio abrigo y con un sombrero hongo en la cabeza, fumaba en
pipa viendo desfilar ante sus ojos la verja del Bois de Boulogne.
-¿Le hago el
número de la pataleta? -propuso amablemente Petit Louis, el hombre de las
esposas-. ¿Con contorsiones, espumarajos, insultos y todo eso?
Maigret
gruñó, quitándole el cigarrillo de los labios y abriendo la portezuela, porque
ya habían llegado a la Porte de Bagatelle:
-No quieras
pasarte de listo.
Los caminos
del Bois estaban desiertos, blancos y duros como el mármol. Unas diez personas
pateaban la nieve para combatir el frío al lado de un sendero para jinetes, y
un fotógrafo quiso retratar al grupo que se acercaba. Pero Petit Louis, tal
como le habían recomendado, levantó los brazos para taparse la cara.
Maigret, con
aire malhumorado, giraba la cabeza como un oso, observándolo todo: los
edificios nuevos del Boulevard Richard-Wallace, todavía con los postigos
cerrados, unos obreros en bicicleta que venían de Puteaux, un tranvía
iluminado, dos porteras que caminaban con las manos violáceas de frío.
-¿Todo a
punto? -preguntó.
La víspera,
había permitido a los periódicos que publicaran la información siguiente:
«EL CRIMEN DE
BAGATELLE»
En esta
ocasión la policía no ha tardado mucho en aclarar un asunto que parecía ofrecer
dificultades insuperables. Como es sabido, el lunes por la mañana un guarda del
Bois de Boulogne descubrió en uno de los senderos, a unos cien metros de la
Porte de Bagatelle, el cadáver de un hombre que pudo ser identificado
inmediatamente.»
Se trata de
Ernest Borms, médico vienés muy conocido que vivía en Neuilly desde hacía
varios años. Borms vestía esmoquin. Alguien debió de atacarle en la noche del
domingo al lunes cuando volvía a su piso, en el Boulevard Richard-Wallace.»
Una bala
disparada a quemarropa con un revólver de pequeño calibre lo alcanzó en el
corazón.
»Borms, que
aún era joven, de buena apariencia, muy elegante, llevaba una intensa vida
social.
»Apenas
cuarenta y ocho horas después de este crimen, la Policía Judicial acaba de
proceder a una detención. Mañana por la mañana, entre las siete y las ocho, se
procederá a la reconstrucción del crimen en el lugar de los hechos».
Posteriormente,
en el Quai des Orfèvres se habló de este asunto, y se comentaba que en él
Maigret había utilizado tal vez el más característico de sus procedimientos;
pero cuando lo mencionaban en su presencia, reaccionaba de un modo extraño,
volviendo la cabeza y emitiendo un gruñido.
¡Vamos allá!
Todo el mundo estaba en su sitio. Muy pocos mirones, tal como había previsto.
Por algo había elegido aquella hora matinal. Y además, entre las diez o quince
personas que daban patadas en el suelo podía reconocerse a varios inspectores
que adoptaban un aire lo más inocente posible, y uno de ellos, Torrence, a
quien le encantaba disfrazarse, se había vestido de repartidor de leche, lo
cual hizo que su jefe se encogiera de hombros.
¡Con tal de
que Petit Louis no exagerara! Era un «cliente» suyo, un delincuente muy
conocido, a quien habían detenido el día anterior mientras practicaba su oficio
de carterista en el metro.
«Mañana por
la mañana nos echarás una mano, y ya procuraremos que esta vez no salgas muy
mal librado...»
Lo habían
sacado de la prisión.
-¡Adelante!
-gruñó Maigret-. Cuando oíste pasos estabas escondido en este rincón,¿verdad?
-Fue
exactamente así, señor comisario. Yo tenía hambre, ¿me comprende? Y no me
quedaba ni un céntimo. Entonces me dije que un tipo que volvía a su casa de
esmoquin, seguro que llevaba la cartera repleta... «¡La bolsa o la vida!», le
dije acercándome a él. Y le juro que no fue culpa mía si se me disparó. Supongo
que fue el frío lo que hizo que el dedo apretara el gatillo...
Las once de
la mañana. Maigret recorría su despacho del Quai des Orfèvres a grandes
zancadas, fumaba una pipa tras otra, no cesaba de atender al teléfono.
-¡Oiga! ¿Es
usted, jefe? Soy Lucas. He seguido al viejo que parecía interesarse por la
reconstrucción. Una pista falsa: es un maniático que todas las mañanas da un
paseíto por el Bois.
-De acuerdo,
puedes volver.
Once y cuarto.
-Oiga, ¿es el
jefe? Soy Torrence. He seguido al joven que usted me indicó mirándome de reojo.
Participa en todos los concursos de detectives. Trabaja de dependiente en una
tienda de los Campos Elíseos. ¿Puedo regresar?
Hasta las
doce menos cinco no recibió una llamada de Janvier.
-Tengo que
ser breve, jefe, no sea que el pájaro eche a volar. Lo vigilo por el espejito
incrustado en la puerta de la cabina. Estoy en el bar del Nain Jaune, en el
Boulevard Rochechouart... Sí, me ha visto. No tiene la conciencia tranquila. Al
cruzar el Sena ha tirado algo al río. Además, ha intentado despistarme diez
veces. ¿Lo espero aquí?
Así empezó
una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre
transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en
taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se
turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como
su perseguido.
Maigret bajó
del taxi delante del Nain Jaune, a la hora del aperitivo, y encontró a Janvier
acodado en el mostrador. No se tomó la molestia de adoptar un aire inocente. ¡Al
contrario!
-¿Quién es?
Con la
barbilla, el inspector le indicó un hombre sentado en un rincón, delante de un
velador. El hombre los miraba con sus pupilas claras, de un azul grisáceo, que
daban a su fisonomía el aspecto de ser extranjero. ¿Nórdico? ¿Eslavo? Más bien
eslavo. Llevaba un abrigo gris, un traje de buenas hechuras, un sombrero
flexible.
Debía de
tener unos treinta y cinco años. Estaba pálido, recién afeitado.
-¿Qué quiere
tomar, jefe? ¿Un Picon caliente?
-De acuerdo,
un Picon caliente. ¿Qué bebe él?
-Aguardiente.
Se ha tomado cinco esta mañana. Y no le extrañe si me trabuco un poco al
hablar: siguiéndolo he tenido que entrar en todas las tabernas. Tiene mucho
aguante, ¿sabe usted?... Además, fíjese, lleva toda la mañana así. Éste no se
da por vencido fácilmente.
Era verdad. Y
parecía raro. Aquello no podía llamarse arrogancia ni desafío. El hombre
sencillamente los miraba. Si estaba inquieto, no dejaba que nada trasluciese.
Su rostro expresaba más bien tristeza, pero una tristeza tranquila, meditabunda.
-En
Bagatelle, cuando se dio cuenta de que usted no lo perdía de vista, se fue
enseguida, y yo tras él. Aún no había andado cien metros cuando ya había girado
la cabeza. Entonces, en vez de salir del Bois, como parecía su intención, echó
a andar agrandes zancadas por el primer sendero que encontró. Volvió la cabeza
otra vez. Me reconoció. Se sentó en un banco a pesar del frío, y yo me paré a
mi vez. Varias veces tuve la impresión de que quería dirigirme la palabra, pero
acabó por alejarse encogiéndose de hombros.
»En la Porte
Dauphine estuve a punto de perderlo, porque tomó un taxi, pero tuve la suerte
de encontrar otro casi al momento. Bajó en la Place de l’Opéra, y se metió
precipitadamente en el metro. Yo iba siguiéndolo, cambiamos cinco veces de
línea, hasta que empezó a comprender que de esta manera no podría despistarme.
»Volvimos a
subir a la superficie. Estábamos en la Place Clichy. Desde entonces no hemos
dejado de ir de bar en bar. Yo esperaba que entrara en un buen lugar, con una
cabina telefónica desde donde pudiera vigilarlo. Cuando me ha visto telefonear,
ha hecho una mueca irónica y triste. Luego, yo hubiese jurado que lo estaba
esperando a usted.
-Telefonea a
«casa». Que Lucas y Torrence se preparen para venir corriendo al primer aviso.
Y que venga también un fotógrafo de Identidad Judicial, con una cámara muy
pequeña.
-¡Camarero!
-llamó el desconocido-. ¿Qué le debo?
-Tres
cincuenta.
-Apostaría a
que es polaco -murmuró Maigret a Janvier-. En marcha. No fueron muy lejos. En
la Place Blanche el hombre entró en un pequeño restaurante; ellos lo siguieron
y se sentaron a una mesa que estaba junto a la suya. Era un restaurante
italiano, y comieron pasta.
A las tres,
Lucas fue a relevar a Janvier, cuando éste se hallaba con Maigret en una
cervecería frente a la Gare du Nord.
-¿Y el
fotógrafo? -preguntó Maigret.
-Espera en la
calle para sorprenderlo cuando salga.
Y, en efecto,
cuando el polaco salió, después de haber leído los periódicos, un inspector se
acercó rápidamente a él. A menos de un metro le hizo una foto. El hombre se
llevó enseguida la mano a la cara, pero ya era demasiado tarde, y entonces,
demostrando que comprendía, dirigió a Maigret una mirada de reproche.
-Amigo mío
-monologaba el comisario-, tienes muy buenas razones para no llevamos a tu
domicilio. Pero si tú tienes paciencia, yo tengo tanta como tú...
Al oscurecer,
había copos de nieve revoloteando por las calles, mientras el desconocido
andaba, con las manos en los bolsillos, esperando la hora de acostarse.
-¿Lo relevo
durante la noche, jefe? -propuso Lucas.
-No. Prefiero
que te ocupes de la fotografía. En primer lugar, consulta el fichero. Luego
investiga en los ambientes extranjeros. Ese tipo conoce París. Seguro que hace
tiempo que vive aquí. Alguien ha de conocerlo.
-¿Y si
publicásemos su foto en los periódicos?
Maigret miró
a su subordinado con desdén. ¿O sea que Lucas, que trabajaba con él desde hacía
tantos años, aún no comprendía? ¿Acaso la policía tenía un solo indicio? ¡Nada!
¡Ni un testimonio! Matan a un hombre de noche en el Bois de Boulogne. No se
encuentra el arma. Ni una huella. El doctor Borms vive solo, y su único
sirviente ignora a dónde fue la víspera.
-¡Haz lo que
te digo! Largo...
A las doce de
la noche por fin el hombre se decidió a cruzar el umbral de un hotel. Maigret
le seguía los pasos. Era un hotel de segunda o incluso de tercera categoría.
-Quisiera una
habitación.
-¿Me rellena
esta ficha, por favor?
La rellena
entre titubeos, con los dedos entumecidos por el frío. Mira a Maigret de arriba
abajo, como diciéndole: «¡Si cree que me importa que me esté mirando! Escribiré
lo que me dé la gana».
Y, en efecto,
escribe el primer nombre y apellido que le viene a la cabeza: Nicolás Slaatkovich,
domiciliado en Cracovia, que había llegado a París el día anterior.
Todo falso,
evidentemente. Maigret telefonea a la Policía Judicial. Se revisan los
expedientes de los pisos amueblados, los registros de extranjeros, llaman a los
puestos fronterizos. No existe ningún Nikolas Slaatkovich.
-¿Usted
también desea una habitación? -pregunta el dueño con una mueca, porque ya se
huele que está ante un policía.
-No, gracias.
Pasaré la noche en la escalera.
Es más
seguro. Se sienta en un peldaño, delante de la puerta de la habitación número
7. Por dos veces esta puerta se abre. El hombre escudriña la oscuridad con la
mirada, ve la silueta de Maigret, y termina por acostarse. Por la mañana, la
barba le ha crecido, tiene las mejillas rasposas. No ha podido cambiarse de
ropa. Ni siquiera tenía peine, y lleva el pelo alborotado.
Lucas acaba
de llegar.
-¿Lo relevo,
jefe?
Maigret no se
resigna a dejar a su desconocido. Lo ha visto pagar la habitación. Lo ha visto
palidecer. Y adivina lo que pasa.
En efecto,
poco después, en un bar en el que toman, por así decirlo, codo con codo, un
café con leche y unos croissants, el hombre, sin ocultarse lo más mínimo,
cuenta el dinero que le queda. Un billete de cien francos, dos monedas de
veinte, una de diez y menudo. Sus labios se estiran en una mueca de
contrariedad.
¡Bueno! Con
eso no irá muy lejos. Cuando llegó al Bois de Boulogne, acababa de salir de su
casa, porque iba recién afeitado, sin una mota de polvo, sin una arruga en el
traje. ¿Tenía intención de volver al cabo de poco? Ni siquiera se preocupó por
el dinero que llevaba encima.
Maigret
adivina lo que tiró al Sena: los documentos de identidad, tal vez tarjetas de
visita. Quiere evitar a toda costa que se descubra dónde vive.
Y el callejeo
típico de los que no tienen techo vuelve a empezar, con paradas delante de las
tiendas, de los puestos de vendedores ambulantes, o en los bares, en los que
tiene que entrar de vez en cuando, aunque sólo sea para sentarse, sobre todo
porque en la calle hace frío, o para leer los periódicos.
¡Ciento
cincuenta francos! Al mediodía, nada de restaurantes. El hombre se conforma con
huevos duros, que come de pie ante un mostrador, y una cerveza, mientras
Maigret engulle unos bocadillos.
El otro duda
mucho antes de entrar en un cine. Dentro del bolsillo su mano juega con las
monedas. Hay que resistir todo el tiempo posible. El hombre anda y anda...
¡Por cierto!
Hay un detalle que llama la atención de Maigret. En su agotadora caminata, el
hombre recorre siempre determinados barrios: de la Trinité a la Place Clichy;
de la Place Clichy a Barbès, pasando por la Rue Caulaincourt; de Barbès a la
Gare du Nord ya la Rue La Fayette...¿Tiene también miedo de que lo reconozcan?
Seguramente elige los barrios más alejados de su casa o de su hotel, los que suele
frecuentar. ¿Vive en Montparnasse, como tantos extranjeros? ¿En los alrededores
del Panteón? La ropa que usa indica una posición media. Son prendas cómodas,
sobrias, de buena hechura. Sin duda, una profesión liberal. ¡Lleva alianza! O
sea que ¡está casado!
Maigret ha
tenido que resignarse a ceder su lugar a Torrence. Pasa rápidamente por su
casa. Madame Maigret está contrariada: su hermana ha venido de Orléans, ha
preparado una cena muy especial, y su marido, después de haberse afeitado y
cambiado de ropa, vuelve a irse anunciando que no sabe cuándo regresará.
El comisario
se precipita hacia el Quai des Orfèvres.
-¿No hay nada
de Lucas para mí?¡Sí! Hay una nota del brigada. Éste ha ensenado la fotografía
en numerosos círculos polacos y rusos. Nadie lo conoce. Tampoco nada en los
grupos políticos. En último extremo, ha sacado numerosas copias de la famosa
fotografía. En todos los barrios de París hay agentes que van de puerta en
puerta, de portería en portería, mostrando la foto a los dueños de los bares y
a los camareros.
-¡Oiga! ¿El
comisario Maigret? Soy una acomodadora del Ciné-Actualités, en elBoulevard de
Strasbourg... Hay aquí un señor, Monsieur Torrence, que me ha dicho que lo
telefonee a usted para decirle que está aquí, pero que no se atreve a salir de
la sala.
¡No es tonto
el hombre! Ha escogido el mejor lugar para pasar algunas horas: con calefacción
y por poco precio, sólo dos francos de entrada... ¡y con derecho a varias
sesiones!
Se ha
establecido una curiosa intimidad entre perseguidor y perseguido, entre el hombre
cuya barba crece, cuyas ropas se arrugan, y Maigret, que no lo pierde de vista
ni un instante. Incluso hay un detalle divertido. Los dos se han resfriado.
Tienen la nariz enrojecida. Casi al mismo tiempo sacan el pañuelo del bolsillo,
y en una ocasión el hombre no ha podido evitar una vaga sonrisa al ver cómo
Maigret suelta una serie de estornudos.
Un hotel
sucio, en el Boulevard de la Chapelle, después de cinco sesiones continuas de
documentales. En el registro, el mismo nombre. Y de nuevo Maigret se instala en
un peldaño de la escalera. Pero como es una casa de citas, cada diez minutos
tiene que apartarse para dejar pasar a parejas que lo miran con extrañeza, y
las mujeres se quedan intranquilas.
Cuando se le
acaben los recursos, cuando los nervios ya no resistan más, ¿se decidirá a
volver a su casa? En una cervecería en la que el otro se queda bastante rato y
se quita el abrigo gris, Maigret no vacila en tomar la prenda y mirar el
interior del cuello. El abrigo se compró en Old England, en el Boulevard des
Italiens. Es de confección, y la casa debió de vender docenas de abrigos
parecidos. Sin embargo, hay un indicio. Es del invierno anterior. Así pues, el
desconocido lleva en París por lo menos un año. Y en el curso de un año seguro
que ha tenido que recalar en algún lugar.
Maigret se
dedica a tomar ponches para matar el resfriado. El otro va soltando el dinero
con cuentagotas. Toma cafés, pero sin añadirles licor. Se alimenta de
croissants y de huevos duros.
Las noticias
de «casa» son siempre las mismas: ¡nada nuevo! Nadie reconoce la fotografía del
polaco. No se ha denunciado ninguna desaparición. Por lo que respecta al
muerto, tampoco nada. Tenía un consultorio importante. Se ganaba muy bien la
vida, no se metía en política, salía mucho y, como se ocupaba sobretodo de
enfermedades nerviosas, entre sus pacientes abundaban las mujeres.
Era una
experiencia que Maigret aún no había tenido ocasión de llevar hasta el final:¿en
cuánto tiempo un hombre bien educado, aseado, bien vestido, pierde su barniz
exterior cuando tiene que vagabundear por la calle? ¡Cuatro días! Ahora lo
sabía. Primero la barba. La primera mañana, el hombre parecía un abogado o un
médico, un arquitecto, un industrial; uno se lo imaginaba saliendo de un
confortable piso. Una barba de cuatro días lo ha transformado hasta el punto de
que, si hubiesen publicado su retrato en los periódicos evocando el caso del
Bois de Boulogne, la gente hubiera dicho: «¡Se ve a la legua que tiene cara de
asesino!» Por el frío y el dormir mal, se le había enrojecido el borde de los
párpados, y el resfriado le ponía un toque de fiebre en los pómulos. Los
zapatos, que habían dejado de estar lustrosos, comenzaban a deformarse. El
abrigo empezaba a ajarse y sus pantalones tenían rodilleras. Incluso se le
notaba en la manera de andar. Ya no andaba de la misma forma: iba pegado a las
paredes, bajaba la vista cuando los transeúntes lo miraban... Un detalle más:
volvía la cabeza al pasar ante un restaurante donde había clientes instalados a
las mesas ante copiosos platos.
«¡Tus últimos
veinte francos, amigo mío!», calculaba Maigret. «¿Y después?»
Lucas,
Torrence y Janvier lo relevaban de vez en cuando, pero él les cedía su lugar
con la menor frecuencia posible. Entraba en el Quai des Orfèvres como un
huracán, veía al jefe.
-Sería mejor
que descansara, Maigret.
Un Maigret
huraño, susceptible, como si estuviera dominado por sentimientos
contradictorios, contestaba:
-Mi deber es
descubrir al asesino, ¿no?
-Evidentemente...
-¡Pues en
marcha! -suspiraba con una especie de rencor en la voz-. Me pregunto dónde
dormirá esta noche.
¡Los últimos
veinte francos! ¡Menos aún! Cuando se reunió con Torrence, éste le dijo que el
hombre había comido tres huevos duros y tomado dos cafés con licor en un barde
la esquina de la Rue Montmartre.
-Ocho francos
con cincuenta... Le quedan once francos con cincuenta.
Lo admiraba.
El otro no sólo no se escondía, sino que andaba a su misma altura, a veces a su
lado, y tenía que contenerse para no dirigirle la palabra.
«¡Vamos a
ver, hombre! ¿No crees que ya sería hora de que empezases a cantar? En algún
lugar te espera una casa con calefacción, una cama, unas zapatillas, una navaja
de afeitar, ¿verdad? Y una buena cena...»
¡Pero no! El
hombre vagó bajo las luces eléctricas de Les Halles, como los que ya no saben
adónde ir, entre los montones de coles y de zanahorias, apartándose al oír el
silbato del tren, al paso de los camiones de los hortelanos.
«¡Ya no
puedes pagarte una habitación!»
Aquella noche
el Servicio Meteorológico registró ocho grados bajo cero. El hombre se compró
unas salchichas calientes que una vendedora preparaba al aire libre. ¡Apestaría
a ajo y a grasa toda la noche! En cierto momento intentó introducirse en un
pabellón y echarse en un rinconcito. Un agente, al que Maigret no tuvo tiempo
de dar instrucciones, lo echó de allí. Ahora cojeaba. Los muelles. El Pont des
Arts. ¡Con tal de que no se le ocurriera tirarse al Sena! Maigret no se sentía
con ánimos para saltar tras él al agua negra, que empezaba a arrastrar pedazos
de hielo. Iba por el muelle de la sirga. Unos vagabundos refunfuñaban. Bajo los
puentes, los buenos lugares ya estaban ocupados. En uña calleja, cerca de la
Place Maubert, a través de los cristales de una extraña taberna se veían a unos
viejos que dormían con la cabeza apoyada sobre la mesa. ¡Por veinte céntimos,
incluyendo un vaso de vino tinto! El hombre miró a Maigret por entre la
oscuridad. Esbozó un ademán fatalista y empujó la puerta. En el tiempo en que
ésta se abrió y volvió a cerrarse, Maigret recibió una repugnante tufarada en
el rostro. Prefirió quedarse en la calle. Llamó a un agente, lo dejó vigilando
en la acera y fue a telefoneara Lucas, que esa noche estaba de guardia.
-Hace una
hora que estamos buscándolo, jefe. ¡Lo hemos identificado! Ha sido gracias a
una portera. El tipo se llama Stephan Strevzki, arquitecto, treinta y cuatro
años, nacido en Varsovia, instalado en Francia desde hace tres años. Trabaja
con un decorador del Faubourg Saint-Honoré. Está casado con una húngara, una
mujer guapísima que se llama Dora. Vive en Passy, Rue de la Pompe, en un piso
por el que paga doce mil francos de alquiler. Nada de política... La portera
nunca vio a la víctima. Stephan salió de su casa el lunes por la mañana más
temprano de lo que solía. Ella se sorprendió al ver que no regresabas pero dejó
de preocuparse al ver que...
-¿Qué hora es?
-Las tres y
media. Aquí estoy solo. Me he hecho subir cerveza pero está muy fría...
-Óyeme bien,
Lucas. Irás... ¡Sí! ¡Ya lo sé! Es demasiado tarde para los de la mañana, pero
en los de la tarde... ¿Lo has entendido?
Aquella
mañana el hombre llevaba pegado a su ropa un sordo olor a miseria. Los ojos más
hundidos. La mirada que dirigió a Maigret, en la pálida mañana, contenía el más
patético de los reproches. ¿No lo habían conducido, poco a poco, pero a una
velocidad que no dejaba de ser vertiginosa, hasta lo más bajo del escalafón? Se
levantó el cuello del abrigo. No salió del barrio. Con mal sabor de boca, se
metió en una taberna que acababa de abrir y se bebió, una tras otra, cuatro
copas, como para arrancarse el espantoso regusto que aquella noche le había
dejado en la garganta y en el pecho.
¡Qué más
daba! ¡Ahora ya no le quedaba nada! Sólo podía echar a andar recorriendo calles
que el hielo había vuelto resbaladizas. Debía de tener agujetas. Cojeaba de la
pierna izquierda. De vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor con
desesperación. Como ya no entraba en ningún café donde hubiera teléfono, a
Maigret le era imposible hacer que lo relevaran. ¡Otra vez los muelles! ¡Y ese
gesto maquinal del hombre que revuelve entre los libros de lance, pasando las
páginas, a veces asegurándose de la autenticidad de un grabado o de una
estampa! Un viento helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las
chalanas en movimiento, porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si
fueran lentejuelas. Desde lejos, Maigret vio el edificio de la Policía
Judicial, la ventana de su despacho. Su cuñada ya había regresado a Orléans.
Con tal de que Lucas...
No sabía aún
que aquella atroz investigación se convertiría en clásica, y que generaciones
de inspectores repetirían sus detalles a los novatos. Era una tontería, pero,
por encima de todo, lo conmovía un detalle ridículo: el hombre tenía un grano
en la frente, un grano que, fijándose bien, seguramente era un forúnculo, de un
color que iba pasando de rojo a morado. Con tal de que Lucas...
A las doce,
el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió hacia donde
repartían la sopa popular, al final del Boulevard Saint-Germain Y se puso en la
fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no
entenderlo. Entonces otro, con la cara picada de viruela, le habló en ruso.
Maigret cruzó a la acera de enfrente, vaciló, se vio obligado a comer unos
bocadillos en una taberna, y volvió la espalda a medias para que el otro, a
través de los cristales, no lo viera comer. Aquellos pobres diablos avanzaban
lentamente, entraban en grupos de cuatro o de seis en la sala donde les servían
escudillas de sopa caliente. La cola se alargaba. De vez en cuando, los de
atrás empujaban, y algunos dejaban oír protestas.
La una. Un
chiquillo apareció en el extremo de la calle. Corría, adelantando el cuerpo.
-L ‘Intran...
L ‘Intran...
Tampoco él
quería perder tiempo. Sabía desde lejos qué transeúntes comprarían el
periódico. No hizo el menor caso de la hilera de mendigos.
-L ‘Intran...
Humildemente,
el hombre alzó la mano y dijo:
-¡Eh, eh!
Los demás lo
miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para comprarse un periódico?
Maigret
también llamó a al vendedor, desplegó la hoja y, aliviado, encontró en la
primera página lo que buscaba, la fotografía de una mujer joven, bella,
sonriente.
«INQUIETANTE
DESAPARICIÓN
»Se nos
comunica que desde hace cuatro días ha desaparecido una joven polaca, Madame
Dora Strevzki, que no ha vuelto a su domicilio en Passy, Rue de la Pompe,
número 17.
»A ello se
añade el significativo hecho de que el marido de la desaparecida, Monsieur
Stephan Strevzki, también desapareció de su domicilio la víspera, es decir, el
lunes, y la portera, que ha avisado a la policía, declara...»
Al hombre
sólo le faltaban por recorrer cinco o seis metros, en la fila que lo
arrastraba, para tener derecho a su escudilla de sopa humeante. En ese momento
salió de la cola, cruzó la calzada, donde estuvo a punto de que lo atropellara
un autobús, y llegó a la otra acera, para encontrarse justo ante Maigret.
-¡Estoy a su
disposición! -se limitó a decir el hombre-. Lo acompaño adonde usted quiera.
Contestaré todas sus preguntas...
Estaban todos
en el pasillo de la Policía Judicial: Lucas, Janvier, Torrence, además de otros
que no habían intervenido en el caso pero que estaban al corriente. Al pasar,
Lucasle hizo una señal a Maigret que quería decir: «¡Asunto resuelto!»
Una puerta
que se abre y que vuelve a cerrarse. Cerveza y bocadillos encima de la mesa.
-Antes que
nada, coma un poco. Se siente incómodo. No consigue tragar. Por fin el hombre
habla.
-Ya que ella
se ha ido y está a salvo...
Maigret
pareció sentir la necesidad de atizar la estufa.
-Cuando leí
en los periódicos lo del crimen, ya hacía tiempo que sospechaba que Dora me
engañaba con aquel hombre. También sabía que no era su única amante. Yo conocía
bien a Dora, su carácter impetuoso, ¿me comprenden? Sin duda él intentó
librarse de ella, y yo sabía que Dora era capaz de... Ella siempre llevaba en el
bolso un revólver con adornos de nácar. Cuando los periódicos anunciaron la
detención del asesino y la reconstrucción del crimen, quise ver...
Maigret
hubiera querido poder decir, como los policías ingleses: «Le advierto que todo
lo que declare podrá utilizarse en su contra».
No se había
quitado el abrigo. Seguía llevando el sombrero puesto.
-Ahora que
ella ya está en lugar seguro... Porque Supongo...
-Miró a su
alrededor con angustia. Una sospecha cruzó por su mente-Debió de comprender lo
que pasaba al ver que yo no volvía. Yo sabía que eso acabaría así, que Borms no
era un hombre para ella, que Dora nunca iba a aceptar servirle de pasatiempo, y
que entonces volvería a mí. El domingo por la tarde salió sola, como solía
hacer en estos últimos tiempos. Seguramente lo mató cuando...
Maigret se
sonó. Se sonó durante largo rato. Un rayo de sol, de ese sol puntiagudo de
invierno que acompaña a los grandes fríos, entraba por la ventana. El grano, el
forúnculo, brillaba en la frente de aquel a quien no podía llamar más que «el
hombre».
-Su esposa lo
mató, sí, cuando comprendió que se había burlado de ella. Y usted comprendió
que ella lo había matado. Y entonces quiso... -Se acercó bruscamente al
polaco-. Le pido perdón, amigo -masculló como si hablase con un antiguo
compañero-.Me habían encargado que descubriese la verdad, ¿no? Mi deber era...
-Abrió la
puerta-. Que entre Madame Dora Strevzki. Lucas, sigue tú, yo...
Y en la
Policía Judicial nadie volvió a verlo durante dos días. El jefe lo telefoneó a
su casa.
-Bueno,
Maigret. Ya debe de saber que ella lo ha confesado todo y que... A propósito, ¿cómo
va su resfriado? Me han dicho...
-No es nada,
estoy muy bien. Dentro de veinticuatro horas... ¿Y él?
-¿Cómo dice? ¿Quién?-
¡Él!-¡Ah, ya
comprendo! Ha contratado al mejor abogado de París. Confía en que... Ya sabe,
los crímenes pasionales...
Maigret
volvió a acostarse y quedó atontado a fuerza de ponches y de aspirinas.
Posteriormente, cuando alguien quería hablarle de aquella investigación,
Maigret gruñía: «¿Qué investigación?», para desanimar a los preguntones.
Y el hombre
iba a verlo una o dos veces por semana, y lo tenía al corriente de las
esperanzas del abogado. No fue una absolución completa: un año de libertad
vigilada. Y fue ese hombre quien enseñó a Maigret a jugar al ajedrez.
Lamento no poder citar el origen de la
traducción.
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