JEAN BAUDRILLARD, De la seducción
Sólo nos absorben los signos
vacíos, insensatos, absurdos, elípticos, sin referencias. Un niñito le pide al
hada que le conceda lo que desea. El hada acepta con una sola condición, la de
no pensar nunca en el color rojo de la cola de zorro. «¡Si no es más que eso!»,
responde con desenvoltura. Y ahí va en camino para ser feliz. Pero ¿qué ocurre?
No consigue deshacerse de esta cola de zorro, que creía haber olvidado ya. La
ve asomar por todos lados, en sus pensamientos y en sus sueños, con su color
rojo. Imposible apartarla, a pesar de todos sus esfuerzos. Y hele aquí,
obsesionado, en todo momento, por esta imagen absurda e insignificante, pero
tenaz, y reforzada por la desilusión que tiene al no poder quitársela de
encima. No solo las promesas del hada se escapan, sino que pierde el gusto de
vivir. Quizá está de alguna manera muerto, sin haberse podido deshacer nunca de
la cola de zorro. Historia absurda, pero de una verosimilitud absoluta, pues
hace aparecer la fuerza del
significante insignificante, la fuerza del significante insensato.
La lotería en Babilonia, de J. L. Borges:
Como todos los hombres de
Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la
omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el
índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo:
es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me
confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los
de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el
crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros
sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no
me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran
los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo
silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los
deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras
recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar
vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una
institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto
y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran
ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la
luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco
en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón.
Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún
asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo
murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente
—¿cuestión de siglos, de años?— la lotería en Babilonia era un juego de
carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban
por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos.
En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra
corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era
elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas “loterías”
fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del
hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes
que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo
de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos
numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces
cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un
número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los
babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado
un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó.
Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores
que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que
velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las
cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los
perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos
días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De
esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor
eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los
sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los
días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi
inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primara aparición
en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los
jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de
Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que
los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y
noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no
siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más
directas.
Otra inquietud cundía en los
barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y
gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con
envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente
delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual
en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado
los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que
se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo
robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la
lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos
babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de
ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había
determinado el azar... Hubo disturbios. hubo efusiones lamentables de sangre;
pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de
los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa
unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.)
En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general.
Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de
Bel todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que
se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban
su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una
jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un
enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto,
la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada
adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho
—el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución
genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero
hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y
astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple
fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente,
los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos,
sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos
terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos
leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas
en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía;
las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un
archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron
murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó
directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un
argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza
doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden
del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no
desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos),
funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las
inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el
autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco
tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de
explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie
había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio no
es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su
esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes
laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración
oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter
jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la
lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el
cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y
no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que
las circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos
provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por
un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas, pero que
intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que
dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo,
que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro
pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden
reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro,
digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá
de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico.
En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final,
todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos
requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente
subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga.
Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y
con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos...
Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elio
Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador
escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que
uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es
lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes
del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales,
de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un
zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro;
otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los
innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la
Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una
docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra
un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi
nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada
declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también,
alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más
perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama
que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque,
naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan
contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento
paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un
sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de
los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de
interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina,
elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes
que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que
prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor?
El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe
y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta
decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya
siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es
puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará
hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que
la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el
grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los
entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha
existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente
afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es
otra cosa que un infinito juego de azares.
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