Cansado.
¡Sí!
Cansado
de usar un solo brazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuantos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.
Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabrá si es el mismo
que usé mientras vivía.
Cansado.
¡Sí!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola autentica,
alegre
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.
Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.
Oliverio Girondo sabía de lo que hablaba. Lo hizo acorde a su tiempo, quizás no mucho a su geografía de origen. Pero, qué es eso, el origen, sino el punto de partida, más aún en su caso, que cruzó hacia la guerrera, vieja y vanguardista Europa -si todo ello junto no constituye un disparate- tantas veces. Su biografía parece ajustarse a su poesía; ¿o es al revés? En Oliverio uno encuentra una suerte de adecuación fondo forma -de la que ya hablé en otra entrada- tranquilizadora. Además, me gusta pensar que él y Norah se amaron, porque también me gusta pensar que los dos sabían volar.
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