No sólo Jaime intertextualiza. En este poema, Javier coge
dos de Alfredo Costafreda. Esos dos los adelanté aquí hace unos días. Alfredo,
por cierto, era de la generación y grupo de Jaime, Barral, Goytisolo y
compañía. Pero era el patito feo. Yo lo descubrí por este poema. Desde entonces
me acompaña.
Posible vida malograda
Sólo un sueño quizá, pero puedo sentirlo
con una intensidad desconcertante:
es invierno, un invierno durísimo. Está solo,
lejos de los amigos de la infancia, de la ciudad que un
día
sintió como una soga, del sueño que alumbró
un futuro distinto y literario. Ya no puede mentirse,
y este descubrimiento -como un disparo súbito,
como un perro maltrecho en mitad de la calle-
lo obliga a detenerse. Más de cuarenta inviernos
puedo contar aquí. Vienen a su memoria, muy
despacio,
los versos de un poeta
que no supo vivir
del lado del fracaso, el día a día
de la resignación y la vergüenza,
quebrado el asidero de la fe en sus palabras.
Su cercanía alumbra un hecho indiscutible:
el cansancio es a veces un punto sin retorno.
El hombre está parado en mitad de la acera.
Es un invierno duro en la edad más difícil,
en la ciudad de su desolación.
Vida tan malograda
no debiera contarse,
pero todo, al final, es materia de olvido
y poco importa que la cuenten,
lo que piensen los otros, el modo en que la expliquen.
El hombre mira su reloj. Las agujas señalan
la hora que el destino fijó para su golpe,
el frío concluyente de la tarde,
la quijada feroz del abandono.
Quizás mis pasos, hoy, me llevan a ese hombre,
a la ciudad fatal de los suicidas,
al puerto del que nunca zarparon barcos
si no es para incendiarse.
Yo podría llamarme Costafreda.
Javier Cánaves.
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