Decía Jaime Gil
de Biedmma que no había que levantarse con prisa. Que si se hacía ya iba uno
todo el día con el ritmo cambiado. Coincido con él plenamente. Yo hoy me he
levantado regalando este cuento de abajo y he seguido escuchando el collar del que hablaba ayer.
El perro que
no sabía ladrar
Había una vez
un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba,
no sabía decir nada. Era un perrillo muy solitario, porque había caído en una
región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltaba algo. Los
otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—¿Pero tú no
ladras?
—No sé… soy
forastero…
—Vaya una
contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
—¿Para qué?
—Ladran porque
son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna
llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están
enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
—No digo que
no, pero yo…
—Pero tú ¿qué?
Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el
periódico.
El perro no
sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer
para aprender.
—Haz como yo
—le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros
kikirikí.
—Me parece
difícil —dijo el perrito.
—¡Pero si es
facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
—Vamos, mírame
y procura imitarme.
El gallito
lanzó otro kikirikí.
El perro
intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado «keké» que
hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.
—No te
preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Ahora,
vuélvelo a intentar.
El perrito
volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba
a escondidas, desde por la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con
más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el
bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte que
la zorra lo oyó y se dijo: «Por fin el gallo ha venido a mi encuentro. Correré
a darle las gracias por la visita…» E inmediatamente se echó a correr, pero no
olvidó llevarse el tenedor, el cuchillo y la servilleta porque para una zorra
no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver
en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de
otros aquellos kikirikí.
—Ah —dijo la
zorra—, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
—¿Una trampa?
—Desde luego.
Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido
para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza
desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los
cazadores.
—Te aseguro
que yo… Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
—¿Ejercicios?
¿De qué clase?
—Me ejercito
para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo un
sonorísimo kikirikí.
La zorra creía
que iba a reventar de risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se
mordía los bigotes y la cola. Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se
marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
Por allí cerca
había un cucú. Vio pasar al perro y le dio pena.
—¿Qué te han
hecho?
—Nada.
—Entonces ¿por
qué estás tan triste?
—Pues… lo que
pasa… es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
—Si es sólo
por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú…
cucú… cucú… ¿lo has comprendido?
—Me parece
fácil.
—Facilísimo.
Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú… cucú…
—Cu… —hizo el
perro—. Cu…
Ensayó aquel
día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien.
Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya
no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en
aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también
de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí
que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú… cucú…,
apunta el fusil y —¡bangl ¡bangl— dispara dos tiros.
Por suerte los
perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo
ziip ziip, como en los chistes. El perro a todo correr. Pero estaba muy
sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que
ladran…»
Mientras tanto
el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
—Debe
habérselo llevado ese perrucho, no sé de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y
para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza
fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro
corría, corría…
PRIMER FINAL
El perro
corría. Llegó a un prado en el que pacía tranquilamente una vaquita.
—¿Adonde
corres?
—No sé.
—Entonces
párate. Aquí hay una hierba estupenda.
—No es la
hierba lo que me puede curar…
—¿Estás
enfermo?
—Ya lo creo.
No sé ladrar.
—¡Pero si es
la cosa más fácil del mundo! Escúchame: muuu… muuu… muuuu… ¿No suena bien?
—No está mal.
Pero no estoy seguro de que sea lo adecuado. Tú eres una vaca…
—Claro que soy
una vaca.
—Yo no, yo soy
un perro.
—Claro que
eres un perro. ¿Y qué? No hay nada que impida que hables mi idioma.
—¡Qué idea!
¡Qué idea!
—¿Cuál?
—La que se me
está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los
animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me
haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.
—Bravo, qué
buena idea. Entonces al trabajo. Escucha bien: muuu… muuu… muuu…
—Muuu… —hizo
el perro.
Era un perro
que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.
SEGUNDO FINAL
El perro
corría y corría. Se encontró a un campesino.
—¿Dónde vas
tan deprisa?
—Ni siquiera
yo lo sé.
—Entonces ven
a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí iría,
pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los
perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se
acercarán y podrás morderlos, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo
—dijo el perro.
Y así fue cómo
el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una escudilla de
sopa todos los días.
TERCER FINAL
El perro
corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau
guau. Guau guau.
—Esto me suena
—pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de
animal que lo hace.
—Guau, guau.
—¿Será la
jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que
acercarme con cautela.
Deslizándose
entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía
aquel guau guau que, no sabía por qué, hacía que le latiera tan fuerte el
corazón bajo el pelo.
—Guau, guau.
—Vaya, otro
perro.
Sabéis, era el
perro de aquel cazador que había disparado poco antes cuando oyó el cucú.
—Hola, perro.
—Hola, perro.
—¿Sabrías
explicarme lo que estás diciendo?
—¿Diciendo?
Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
—¿Ladras?
¿Sabes ladrar?
—Naturalmente.
No pretenderás que barrite como un elefante o que ruja como un león.
—Entonces, ¿me
enseñarás?
—¿No sabes
ladrar?
—No.
—Mira y
escucha bien. Se hace así: guau, guau…
—Guau, guau
—dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus
adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»
Gianni Rodari
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