El
suicida fallido
Los
primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix,
antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María
Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana
menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos
impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra
el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último
aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su
incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el
transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella
genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor
de lo que era al conocerles.
Aunque me angustió sobre todo la primera
ingestión de barbitúricos,presencial (como se dice ahora) y teniendo yo 19
años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte;
la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron
resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media
docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un
interesante artículo escrito para la revista francesa Le Gai Pied, Michel
Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el
texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida;
los que sobreviven, dice Foucault, “no ven en torno al suicidio […] más que soledad,
torpeza, llamadas sin respuesta”. Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María
en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia
telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala
lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus
sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a
la vida.
De
mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si
bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le
impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima.
A sus 18 años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser
literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas
de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a
conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran
capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir
cuando, en su hermoso libro memorial Espejo de sombras (1979), reproduce un poema escrito por
Leopoldo María —el “poetiso” de la casa como gustaba de llamarse él mismo— a
los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos
poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: “Yo me hallaba en la
tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me
dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que /
cuatro mil esqueletos”.
Esa hoja de papel del hijo de cinco años
guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen
inesperada y convulsiva del autor de Así se fundó Carnaby Street, el
primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a
conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo
que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de
las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus
compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de
cigarrillos o servilleta manchada, les daba el imprimátur paneriano y
las mandaba a algún editor complaciente. Así se fundó Carnaby Street es de
1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, Teoría del
73, Narciso en el acorde último de
las flautas del 79; son a mi entender los tres
grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de
calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años ochenta. El
libro Poesía 1970-1985 que
editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.
Dejamos de vernos por aquel entonces. No era
fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que
reprodujera la elocuencia dislocada, pero nunca intrascendente del Leopoldo
María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del
Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores,
que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla.
El aula magna de la desvencijada Facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba
llena hasta los topes cuando, al acabar las clases, quise escuchar a mi antiguo
amigo, el más íntimo que tuve entre los Novísimos. Me quedé de pie junto a la
puerta, no pudiendo pasar más allá por el gentío. Leopoldo iba por la mitad de
un discurso tan cautivador como ininteligible, que al verme aún lo fue más,
pues empezó a introducir alusiones crípticas, y sicalípticas algunas, que
descolocaron al alumnado. Salí entonces del aula, aunque al acabar su
intervención (los aplausos se oyeron por todo el caserón) tomamos unos zuritos en el
bar de la facultad, donde su risotada alcanzaba ecos de novela gótica. La risa
del ángel rebelde. No volví a verle de cerca ni a hablar con él hasta el mes de
octubre del 2012, cuando el festival Cosmopoética homenajeó en Córdoba a los Novísimos.
Ana María Moix ya no pudo venir, por sus problemas de salud, pero Leopoldo
María llegó desde Las Palmas —acompañado por una de las voluntarias protectoras
que los tres hermanos, es otro de los fascinantes enigmas de este linaje,
tuvieron siempre—, mostró su apremiante necesidad de coca-colas, ahora
que ya no tomaba alcohol, leyó inconexamente y dejó, al menos en mí, la
sensación de una majestad caída.
Hay una literatura de los Panero escrita por
ellos mismos que forma en conjunto un cuerpo artístico mucho más rico que el de
la leyenda o las glosas que los demás podamos hacer. Los dos libros, de
Felicidad Blanc, el editado por Argos Vergara y el de coleccionista (con 10
espléndidas litografías del pintor Juan Gomila), las cartas personales y los cuentos,
bastantes más de los publicados, del hermano pequeño Michi, la excelente poesía
de madurez de Juan Luis, y la obra completa, preferiblemente incompleta, de
Leopoldo María, que contra todo pronóstico, ha sido el último en morir. Desde
antes de cumplir los 20, y con los antecedentes infantiles mencionados,
Leopoldo María especulaba sobre la muerte, la cortejaba. A veces en esa
aproximación se mezclaba la imagen del padre, fallecido cuando él contaba 14
años. Glosa a un epitafio. Carta al
padre, es
uno de sus poemas capitales, en el que hay evocaciones y citas de Leopoldo senior, “irremediablemente
/ unidos por la muerte”, escribe Leopoldo junior. El poema es de finales de los setenta.
Yo no creo que Leopoldo María haya estado —volviendo al dictamen de Foucault
sobre los suicidas fallidos— en soledad, y mucho menos desoído, en el largo
tiempo de vida al borde de la locura que siguió a sus primeros deseos de
matarse. Solitario quizá sí se haya sentido en el interior de su cabeza, pero
no le ha faltado, ni le faltará en el futuro, la respuesta de quienes al leer
sus versos oyen su llamada.
Vicente Molina Foix en El País
el 29 de marzo de 2014.
grafomanía.
(De grafo- y manía).
imprimátur.
(Del lat. imprimātur, 3.ª pers. de sing. del pres. de subj. pas. de imprimĕre, imprimir).
Me encanta el símbolo habitual de pausa: este que les escribe va a hacer uso de él con este cuaderno. Como si de un periodo de silencio monacal se tratara.
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