Siéntese en su estudio. Intente escribir. Escriba. Borre. Dígase a sí mismo: “Esto está muerto”. Dígase: “Estoy muerto”. Levántese. Vaya a la cocina y haga un té. Bébalo mirando por la ventana, enloquecido por la lentitud del mundo. Pregúntese cuándo fue la última vez que escribió algo bueno. No se atreva a pensar una respuesta (pero sepa que la respuesta es: “La semana pasada”). Pase los tres días siguientes intentando escribir. Fracase. Siéntese cada tarde a leer fragmentos de cosas que haya escrito antes. Dígase: “Ya no podré volver a hacerlo”. Ante su mujer, muéstrese hosco. Cuando ella pregunte qué le sucede, responda: “No puedo escribir”. Cuando ella diga: “No te preocupes, cada tanto te pasa”, responda: “Esta vez es definitiva”. Cuando ella diga, cariñosa, divertida, “Siempre decís lo mismo”, trátela mal. Dígale que ella no sabe nada, porque no escribe. Dígale: “Nadie puede hacer nada por mí”. Cuando deje la habitación, ofendida y después de mirarlo con furia, siéntase culpable, pero no vaya tras ella. Sobre todo, no pida disculpas. En la noche, al acostarse a su lado, diga “que descanses”, como si fuera el saludo de un desahuciado. Pase dos o tres días bebiendo mucho. En las mañanas, apenas despertar, sienta el peso de la angustia como un pájaro muerto sobre el pecho. Acuéstese temprano, vacío, aburrido, sin saber qué hacer. Al cabo de dos semanas, lea, dentro de su cabeza, una frase. Corra a su estudio. Siéntese. Abra la computadora. Escriba. Escriba más. Escriba durante dos horas. Al terminar, sienta hambre, ganas de tener sexo y de gritar. Llame a su mujer, léale lo que ha escrito en voz alta, vea cómo ella se emociona. Piense: “Soy patético”. Cuando esté solo nuevamente diga, en voz alta: “Soy patético”. Sonría. Siga escribiendo hasta el final de la noche.
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