El búlgaro es, sin duda, uno
de los mayores talentos que ha producido el tenis en la última década. Los
tiene todo: muñeca, físico, inteligencia. Desde un punto de vista estético,
seguramente haya pocos placeres tan embriagadores como el de verle tirar una
derecha o pegar el revés. Su juego es impecable, hasta cierto punto
aristocrático, como si hubiese sido diseñado únicamente para satisfacer a
gradas tan distinguidas y hedonísticas como la de Montecarlo. Sin embargo,
existe una serie de intangibles que al número cinco todavía se le escapan y
pueden emborronar una carrera que hace cuatro o cinco años apuntaba a ser
extraordinaria, y de momento es más bien discreta: cerca de los 27 años, Dimitrov
solo posee un título de alto valor, ningún Grand Slam.
En
el tenis, la línea que diferencia a los buenos jugadores de los fenómenos no es
excesivamente gruesa. Y él sigue ahí, persiguiendo eternamente el salto,
soñando con el enclave que ocupan los fueras de serie como Nadal. Este infunde
un respeto tan reverencial que cuando alguien tiene la posibilidad de
sobrepasarle siente como si diera un paso hacia el vacío más profundo. A
Dimitrov le ha ocurrido varias veces durante el último año y medio. Pudo
conseguirlo en Melbourne, Pekín y Shanghái, e incluso este sábado en el
Principado, pero todas esas veces la resolución fue la misma: al búlgaro le
entró el vértigo de acceder a la nueva dimensión, y Nadal, el plenipotenciario
Nadal, terminó en todos los casos llevándoselo por delante.
Lo firma Alejandro Ciriza aquí. Resume en este extracto buena parte de lo que me interesa en el deporte y la literatura deportiva.
He
encontrado este vídeo sobre el búlgaro y Gasquet, otro monumento a la
elegancia. Lo del revés de ambos es de Praxíteles.
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