La profesora los iba llamando al estrado uno por uno y allí comentaba con ellos los fallos del examen. Era el primer año que cursaban la asignatura, Física y química, y debió pensar que la bisoñez requería de cierto tacto personalizado. Segundo de BUP, año 1983 aproximadamente. Carmen Lola era la profesora y tutora, a la sazón, del curso, 2º B. Subió por la letra de su primer apellido, la ge, expectante: no recordaba fallos concretos. Un ligero remolino cándido le recorría el estómago. Los estados de la materia y sus propiedades. Las de los gases en concreto, señaló ella. Una palabra sobresalía, resaltada en un deficiente círculo rojo. Él la miró, incapaz de comprender, al tiempo que ella le leía en voz alta. Nada. No comprendía cuál era el juego, dónde estaba el error, si lo había. Las cosas son comprensibles; los gases son compresibles. Porque las cosas se comprenden y los gases se comprimen, dijo ella.
Aquel año pasó a la posteridad de buena parte del alumnado. Quizás también del profesorado. Carmen Lola fue profesora, tutora, amiga y confidente de más de uno. El baloncesto irrumpió desaforadamente en el sector masculino. Se formaron parejas que perduran a día de hoy y otras que no dudarían en reconstituirse si la vida discurriese como en un Instituto. El test de Cooper marcó un antes y un después en la forma de comprender el atletismo y, por ende, la vida, y las carreras de 1500 alicataron su memoria de gestas heroicas, llegadas en solitario o sprints denodados como si la vida les fuera en ello. Aquel año hubo quien fumó por primera vez, aprendió a besar, deseó correr más, sacó sobresaliente en latín por votación popular –sic- o leyó en un mesa, escrita en bolígrafo azul, la letra de Aquellas pequeñas cosas, de Serrat, sin entender nada y, al mismo tiempo, grabándolo indeleblemente para el resto de sus días.
Aquel año el chico de los gases también grabó la anécdota. Mucho tiempo después se cruzó con Carmen Lola. La saludó. Lo recordaba pero no terminaba de ubicarlo. Tomaron un café. Qué has estudiado, cómo te ha ido y todas esas cosas. A él le entró la tristeza. Algunos recuerdos deberían quedarse en eso: recuerdos; no deberían poder ser actualizados. Mientras la conversación transcurría se le hacía más evidente que no quería hablar del ahora, del futuro, de las metas y los logros. Carmen Lola era la del estrado de aquel día del bolígrafo rojo, no la del café con leche que tenía en frente. Se despidieron y nunca más volvieron a cruzarse.
Veintisiete años después, él piensa que no se equivocó: la mayoría de las cosas no se comprenden y, sin embargo, los gases son absolutamente comprensibles.
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