Domingo
cubierto y lluvioso, con la salud de nuevo en manos víricas o, simplemente,
exhausto o ambas cosas. La mesa hecha un cuadro de papeles y libros. La casaca
negra ya preparada, como el traje de los toreros. Y las ollas pidiendo más madera mientras el Ibuprofeno desfila ante ellas. Entre estas imágenes me
dispongo a abordar la despedida de la semana que empezó con el Apollo XIII y
acaba con un batiscafo. No suelo hablar explícitamente de mi libro en este cuaderno, pero hoy, mira tú por dónde, me he permitido
una licencia. Los sonidos que me acompañan son el borboteo del caldo en tres
ollas, el de un partido de fútbol pasado por agua en el parque adyacente, la
vibración del móvil en silencio, la teclas que hacen aparecer estas letras y,
de cuando en cuando, Los Madison. También las imágenes de ayer, y las de antes,
las del viernes, las del jueves, y así en una cuenta atrás; las imágenes que
tienen sonidos en una especie de sinestesia. Tantos ojos, tantas miradas,
tantas giros de caderas imperceptibles, tantas lágrimas vistas, oídas, soñadas,
tantas risas, sonrisas, abrazos, caricias, versos, más abrazos.
Todo resuena,
todo alimenta el oído, el que se halla en el interior de la masa gris.
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