Las ciudades y los intercambios.
En Cloe, gran ciudad, las personas que
pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las
otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las
sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas
se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también
un poco la redondez de las caderas.
Pasa una mujer vestida de negro que representa
todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios
trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una
enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio
de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas,
estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones en un instante se
agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto
con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una
mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse
de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se
detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones,
copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi
sin alzar los ojos.
Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más
casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros
sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una
historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de
opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
Las ciudades invisibles .
Italo Calvino. Traducción
de Aurora Bernárdez.
La fotografía, de Emmet Gowin.
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