Cuando bajaba del avión en Arlanda la semana anterior, se sintió vagamente triste, pero al mismo tiempo aliviado por no estar y a en un país donde en todo momento le vigilaban; tal era el sentimiento, que en un arrebato de espontaneidad quiso conversar con la controladora de pasaportes al introducir el suyo por debajo del cristal. « Me alegro de estar en casa» , le dijo, pero ella se limitó a dirigirle una furtiva mirada de asco y le devolvió el pasaporte sin abrirlo siquiera.
«Esto es Suecia —pensó—. En la superficie todo es limpio y bonito, y nuestros aeropuertos están construidos para que la suciedad y las sombras no puedan adherirse a ningún sitio. Aquí todo es transparente, todo es como dice ser. Nuestra religión y nuestra mezquina esperanza nacional es el bienestar, un bienestar inscrito en la Constitución, que proclama al mundo que en Suecia es un crimen morir de hambre. Los suecos no hablamos con desconocidos si no es absolutamente imprescindible, porque lo desconocido puede hacernos daño, ensuciar nuestros rincones y apagar las luces de neón. Jamás construimos imperio alguno, por lo que nunca tuvimos que ver cómo sucumbía, pero nos convencimos de haber creado el mejor de los mundos, aunque fuera pequeño: nos habían confiado la vigilancia de la entrada al paraíso, y ahora que la fiesta se ha acabado, nos vengamos teniendo la policía de aduanas más antipática del mundo» .
La pesadumbre sustituyó casi de inmediato a la sensación de alivio que acababa de experimentar. En el mundo de Kurt Wallander, en ese paraíso y a en parte desmantelado, no había cabida para Baiba Liepa. No podía imaginársela aquí, con toda esa claridad, con todas las luces de neón funcionando sin fundirse, a pesar de ser tan ilusorias. Y, sin embargo, y a empezaba a añorarla; mientras arrastraba la maleta por el largo pasillo similar al de una cárcel hacia la nueva terminal de tráfico nacional, en la que debía esperar su vuelo a Malmö, empezó a soñar con volver a Riga, la ciudad en que los perros invisibles le habían vigilado.
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Una mañana, al despertarse, se creyó enfermo.
Había una manta en un armario enrollada debajo de una vieja mitra. Baiba la extendió en el suelo, y se tumbaron abrazados para mantener el calor, como si fuese la cosa más natural del mundo.
—Duerme —le susurró—. Yo solo necesito descansar. Me mantendré despierto, y cuando tengamos que irnos te despertaré.
Esperó un rato.
No le respondió.
Ya se había dormido.
Wallander sintió una callada melancolía que no exteriorizó, y tuvo que reconocer que él pertenecía al grupo de las personas culinarias que poblaban la Tierra. No era de los soñadores. Un policía no podía dejar que le afectaran lossueños; él miraba hacia la tierra sucia y no hacia un cielo futuro. Sin embargo, no podía negar que había empezado a quererla, y precisamente eso era el origen de su melancolía. Con esa tristeza abandonaría la misión más extraña y peligrosa que jamás había vivido y esto le dolía mucho. Casi no reaccionó cuando le contó que encontraría su coche de vuelta en Estocolmo. Y empezó a sentir compasión de sí mismo.
Le preparó la cama en el sofá. Oía su tranquila respiración en el dormitorio. Pese a estar cansado, no podía dormir. Se levantó una y otra vez, caminó por el suelo frío y contempló la desierta calle en la que el may or había encontrado la muerte. No había rastro de las sombras, estaban enterradas junto a Putnis. Solo quedaba un gran vacío, triste y doloroso.
El día antes de marcharse fueron a visitar la tumba, sin inscripción alguna, en la que el coronel Putnis hizo enterrar a Inese y a los amigos de Baiba, y lloraron desconsoladamente. Wallander lloró como un niño abandonado, y por primera vez vio el mundo espantoso en el que vivía. Baiba había traído unas rosas heladas que puso encima del montón de tierra.
Wallander le entregó la copia del testamento del mayor, pero ella no quiso leerla mientras él aún estuviera allí.
Nevaba sobre Riga la mañana de su partida.
El propio Murniers le acompañó al aeropuerto. Baiba le abrazó en la puerta, se agarraron como si acabaran de salir de un naufragio, luego él se marchó.
Los perros de Riga, Henning Mankell.
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