Leuk y Ahuacatl en El pajarito

Rompo el silencio de la pausa para anunciar que ya ha sido inaugurado el Dominical de El pajarito en el que colaboro. Lo iré recordando los domingos. El de este comienza así:

Este relato corto que sigue fue escrito en septiembre de 2005. Han pasado casi diez años y no nos hemos enterado. Es un tema muy manido el del paso del tiempo, pero ciertamente lo es por algo. Todo ocurre muy deprisa y muy denso...

Y se puede leer entero, el artículo y el resto del Dominical, aquí.

la pausa y el silencio

El suicida fallido

Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.
Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos,presencial (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa Le Gai Pied, Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, “no ven en torno al suicidio […] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta”. Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.
De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus 18 años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial Espejo de sombras (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María —el “poetiso” de la casa como gustaba de llamarse él mismo— a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: “Yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos”.
Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de Así se fundó Carnaby Street, el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el imprimátur paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. Así se fundó Carnaby Street es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, Teoría del 73, Narciso en el acorde último de las flautas del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años ochenta. El libro Poesía 1970-1985 que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.

Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada, pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada Facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los topes cuando, al acabar las clases, quise escuchar a mi antiguo amigo, el más íntimo que tuve entre los Novísimos. Me quedé de pie junto a la puerta, no pudiendo pasar más allá por el gentío. Leopoldo iba por la mitad de un discurso tan cautivador como ininteligible, que al verme aún lo fue más, pues empezó a introducir alusiones crípticas, y sicalípticas algunas, que descolocaron al alumnado. Salí entonces del aula, aunque al acabar su intervención (los aplausos se oyeron por todo el caserón) tomamos unos zuritos en el bar de la facultad, donde su risotada alcanzaba ecos de novela gótica. La risa del ángel rebelde. No volví a verle de cerca ni a hablar con él hasta el mes de octubre del 2012, cuando el festival Cosmopoética homenajeó en Córdoba a los Novísimos. Ana María Moix ya no pudo venir, por sus problemas de salud, pero Leopoldo María llegó desde Las Palmas —acompañado por una de las voluntarias protectoras que los tres hermanos, es otro de los fascinantes enigmas de este linaje, tuvieron siempre—, mostró su apremiante necesidad de coca-colas, ahora que ya no tomaba alcohol, leyó inconexamente y dejó, al menos en mí, la sensación de una majestad caída.
Hay una literatura de los Panero escrita por ellos mismos que forma en conjunto un cuerpo artístico mucho más rico que el de la leyenda o las glosas que los demás podamos hacer. Los dos libros, de Felicidad Blanc, el editado por Argos Vergara y el de coleccionista (con 10 espléndidas litografías del pintor Juan Gomila), las cartas personales y los cuentos, bastantes más de los publicados, del hermano pequeño Michi, la excelente poesía de madurez de Juan Luis, y la obra completa, preferiblemente incompleta, de Leopoldo María, que contra todo pronóstico, ha sido el último en morir. Desde antes de cumplir los 20, y con los antecedentes infantiles mencionados, Leopoldo María especulaba sobre la muerte, la cortejaba. A veces en esa aproximación se mezclaba la imagen del padre, fallecido cuando él contaba 14 años. Glosa a un epitafio. Carta al padre, es uno de sus poemas capitales, en el que hay evocaciones y citas de Leopoldo senior, “irremediablemente / unidos por la muerte”, escribe Leopoldo junior. El poema es de finales de los setenta. Yo no creo que Leopoldo María haya estado —volviendo al dictamen de Foucault sobre los suicidas fallidos— en soledad, y mucho menos desoído, en el largo tiempo de vida al borde de la locura que siguió a sus primeros deseos de matarse. Solitario quizá sí se haya sentido en el interior de su cabeza, pero no le ha faltado, ni le faltará en el futuro, la respuesta de quienes al leer sus versos oyen su llamada.

Vicente Molina Foix en El País el 29 de marzo de 2014.

grafomanía.

(De grafo- y manía).

1. f. Manía de escribir o componer libros, artículos, etc.

imprimátur.

(Del lat. imprimātur3.ª pers. de sing. del pres. de subj. pas. de imprimĕre, imprimir).

1. m. Licencia que da la autoridad eclesiástica para imprimir un escrito.

Me encanta el símbolo habitual de pausa: este que les escribe va a hacer uso de él con este cuaderno. Como si de un periodo de silencio monacal se tratara.


el sagrado desorden del espíritu o el plutonio enriquecido

El mensaje que da lugar a esta entrada entró a las 22.30 de ayer, pero yo no estaba ya para abordar el asunto, así que lo hago hoy con café con leche y chocolate. Hoy ya lunes. Me pregunto qué pensaría de los lunes Arturo. En realidad me pregunto si él tendría lunes. Imagino que no.
Siento especial fascinación por este hombre. Su foto más conocida es de 1871, donde él tendría unos 17 años; esa foto me recuerda a Roy Batty no por casualidad: la luz que ilumina dos veces...
La historia de cómo se gesta Una temporada en el infierno y de la edición para él mismo y poco más -de los cien, sólo seis no quedan en un sótano- es asombrosa. Londres, del hachís al opio, Verlaine, más opio, las horas en el British Museum, la mensaulidad de la madre de Verlaine, más opio, la escritura alucinada, ni un penique en el bolsillo, las clases particulares de francés, más opio, la reclusión final en la granja de Roche, ya en Francia, para poder darle forma a ese compendio de psicotropía y capacidad anticipatoria. Poco después dejaría de escribir. Para qué, le diría su subconsciente, si me he saltado siglos; luego ya se fue, primero a pie por Europa, luego al quinto pino como soldado y finalmente en el África negra, de mercader de lo que fuera, armas incluidas.
El extracto que hoy dejo pertenece al capítulo Alquimia del verbo.

Me acostumbré a la alucinación sencilla: veía muy abiertamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía de tambores integrada por ángeles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vaudeville hacía que ante mí se alzaran espantos.
¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Estaba ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud de los animales, - las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad! Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo de una especie de romances:

Canción Desde La Torre Más Alta
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Tuve tanta paciencia,
que para siempre olvido;
miradas y sufrimientos
al cielo se marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las venas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Igual la pradera
al olvido entregada,
agradada y florida
de incienso y cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias moscas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.

Amé el desierto, los vergeles calcinados, las tiendas mustias, las bebidas entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios del fuego.

"General, si todavía asoma un viejo cañón por tus murallas en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras de los espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que la ciudad se trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena los camarines de arenilla de rubí ardiente…" ¡Oh! ¡El insecto beodo en el meadero del albergue, enamorado de la borraja, y que un rayo disuelve!

Una temporada en el infierno, Arthur Rimbaud. Ramón Buenaventura


atarjea.


(Del ár. hisp. attašyí‘, y este del ár. clás. tašyī‘'acompañamiento').


1. f. Caja de ladrillo con que se visten las cañerías para su defensa.
2. f. Conducto o encañado por donde las aguas de la casa van al sumidero.
3. f. And., Can. y Méx. Canal pequeño de mampostería, a nivel del suelo o sobre arcos, que sirve para conducir agua.

la ciudad que ve el poeta

un poema es una ciudad llena de calles y cloacas,
llena de santos, héroes, pordioseros, locos,
llena de banalidad y embriaguez,
llena de lluvia y truenos y periodos
de ahogo, un poema es una ciudad en guerra,
un poema es una ciudad preguntando por qué a un reloj,
un poema es una ciudad ardiendo,
un poema es una ciudad bajo las armas
sus barberías llenas de borrachos cínicos,
un poema es una ciudad donde Dios cabalga desnudo
por las calles como Lady Godiva,
donde los perros ladran en la noche y persiguen
la bandera; un poema es una ciudad de poetas,
muchos de ellos muy similares
y envidiosos y amargados...
un poema es esta ciudad ahora,
a 50 millas de ninguna parte
a las 9:09 de la mañana,
el sabor a licor y cigarrillos,
sin policía, sin amantes, caminando en las calles,
este poema, esta ciudad, cerrando sus puertas,
fortificada, casi vacía,
enlutada sin lágrimas, envejecida sin pena,
las montañas rocosas,
el océano como una llama de lavanda,
una luna carente de grandeza,
una leve música de ventanas rotas...

un poema es una ciudad, un poema es una nación,
un poema es el mundo...
y ahora pongo esto bajo el cristal
para el loco escrutinio del editor
y la noche está en cualquier lado
y lánguidas damas grises se alinean
el perro sigue al perro al estuario
las trompetas anuncian los patíbulos
mientras los hombrecillos deliran sobre cosas
que no pueden hacer

Charles Bukowski. Desconozco la autoría de la traducción.


Y esto que sigue es una prueba que voy a hacer leyendo algunos poemas durante un tiempo, a ver si me convence o no el resultado.



Me encontré este vídeo que me pareció que tenía su gracia:



a poem is a city filled with streets and sewers
filled with saints, heroes, beggars, madmen,
filled with banality and booze,
filled with rain and thunder and periods of
drought, a poem is a city at war,
a poem is a city asking a clock why,
a poem is a city burning,
a poem is a city under guns
its barbershops filled with cynical drunks,
a poem is a city where God rides naked
through the streets like Lady Godiva,
where dogs bark at night, and chase away
the flag; a poem is a city of poets,
most of them quite similar
and envious and bitter …
a poem is this city now,
50 miles from nowhere,
9:09 in the morning,
the taste of liquor and cigarettes,
no police, no lovers, walking the streets,
this poem, this city, closing its doors,
barricaded, almost empty,
mournful without tears, aging without pity,
the hardrock mountains,
the ocean like a lavender flame,
a moon destitute of greatness,
a small music from broken windows …

a poem is a city, a poem is a nation,
a poem is the world …

and now I stick this under glass
for the mad editor’s scrutiny,
and night is elsewhere
and faint gray ladies stand in line,
dog follows dog to estuary,
the trumpets bring on gallows
as small men rant at things
they cannot do.


Lady Godiva, de John Collier, a finales del XIX. Cómo no empatizar con el sastre Tom.





familia 9 del Anexo II

Esto que sigue me lo regalaron esta madrugada, entre ramas de apio y tomates. Un enorme regalo porque me volvió a recordar a esta familia tan peculiar, tan talentosa y tan, al menos aparentemente, poco dotada para la felicidad, valga la paradoja, porque la madre así se llamaba: Felicidad.
Vamos con ello:



Es hora de recapitular las hostias que me ha dado el mundo. Hoy querrán oír mi último adiós. Bien. Poco a poco van llegando y yo los recibo en batín.
Y unos me llaman chaval
y otros me dicen caballero.
Alguno no se ha querido pronunciar.
Yo una vez tuve un amor,
pero si he de ser sincero
dije “no” en el altar
y cuando digo no es no.
Fracasé una vez, fracasé diez mil
y aun así alzo mi copa hacia el cielo
en un brindis por el hombre de hoy
y por lo bien que habita el mundo.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
Y no me habléis de eternidad. No me habléis de cielos ni de infiernos más. ¿No veis que yo le rezo a un dios que me prometió que cuando esto acabe no habrá nada más? Fue bastante ya…
Nunca fui en nada el mejor,
tampoco he sido un gran amante.
Más de una lo querrá atestiguar.
Pero si algo hay capital,
algo de veras importante,
es que me voy a morir
y cuando digo voy es voy.
Lo he pasado bien, y casi conocí en
una ocasión a Michi Panero,
y es bastante más de lo que jamás
soñaríais en mil vidas.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
Dejadme preguntar: ¿Esto es el final? Y si es así, decid: ¿Me vais a extrañar? ¡Ah, veo que asentís pero yo sé que no!
Qué lástima, no dejaré
nadie a quien transmitir mi savia;
consideré insensato procrear.
Y diréis de mí que soy
un viejo verde y cascarrabias,
y diréis muy bien,
y cuando digo bien es bien.
¡Largo ya de aquí! ¿Qué queréis de mí?
¿Es mi alma o es mi dinero?
Si de uno carezco y la otra es
una anomalía en esta vida.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
¡Y unos me llaman chaval, y otros me dicen caballero! ¡Alguno declinó mi oferta para hablar! ¡Yo una vez tuve un gran amor, pero si os he de ser sincero dije “no” en el mismo altar, y cuando digo no quiero decir que no!
He bebido bien, y casi conocí en
una ocasión a Michi Panero,
y ahora brindo en paz por la humanidad
y por lo bien que habita el mundo.
¡Escuchad, os lo diré cantando!
(Viejo): Shalalaralalá…
Has…ta… nun…ca…

En la muerte de Michi Panero

Como si después de tanta muerte hubiera preferido no contarse ya entre los vivos, a unos días escasos de la terrible masacre de Madrid, ha muerto Michi Panero, el menor de los Panero. Hijo de poeta, hermano de poetas. Actor de dos películas sobre la vida familiar, actor de su propia vida, que, muchas veces, como nos sucede a todos, le parecía insuficiente. Insuficiente. Siempre es así. Sobre todo, cuando se ha conocido la felicidad, cuando se ha perdido. Éramos tan felices. Creo que ésta era la frase que Michi Panero repetía a lo largo de El desencanto, la película de Jaime Chávarri. 1976. La frase que, de pronto, causa un profundo dolor. Una frase que mira hacia atrás, que deja al presente desasistido y solitario. No, ya no somos felices. En l994, Ricardo Franco, que también ha muerto, hizo una nueva versión de El desencanto, una especie de continuación. Después de tantos años. ¿Eran tantos? No llegaban a veinte. Pero eran muchos, eran años que pesaban como plomo. Felicidad Blanch, la madre, ya ha muerto. La familia se ha disgregado. Curiosamente, aquel jovencito que en la película de Chávarri miraba hacia atrás con nostalgia, ese Michi de mirada risueña, un poco pícara, se ha convertido, prematuramente envejecido, en el bastión familiar. En su brazo se apoya su hermano Leopoldo María mientras caminan juntos por el sendero desdibujado del jardín de la vieja, abandonada, casa de Astorga, la casa del padre. El primero en morir. El que deja el legado de esa familia rota que decide exponer ante nuestros ojos las miserias de las difíciles relaciones humanas, de los lazos de la sangre. Enfermo, cansado, Michi Panero parecía al borde de la extenuación. Pero aún sonreía levemente, aún le brillaban un poco los ojos, en medio del polvo que habían dejado a su alrededor los años desencantados. En la película de Ricardo Franco y en la película de la vida. Michi era otro. Dejó radicalmente de beber. Empezó a escribir sus memorias. Sin acidez, decía, ¿qué sentido tiene la acidez? Ironía, sí, humor. Pero nada de reproches ni de acusaciones, nada de amargura. Eso me decía, mientras consumía un vaso tras otro de agua embotellada y miraba, sin asomo de nostalgia, mi cerveza o lo que fuere que estuviera bebiendo yo. No dejaba de parecerme heroico que Michi pudiera estar bebiendo agua mientras, a su alrededor, los demás consumíamos bebidas alcohólicas. Pero ese Michi, el que se crecía con el alcohol, el que nos hacía reír con sus comentarios punzantes, ya estaba lejos. Nuestra risa era ahora una risa tranquila. Seguía siendo un observador de la realidad. Cada vez más lejano. Pero la realidad aún le hería. Poco antes de marcharse a Astorga a pasar los dos últimos años de su vida, a morir en el último y modesto refugio que le quedaba, a morir solo, sin causar molestias a nadie, me comentó que se sentía muy dolido por algo que alguien, un conocido, había dicho de él. No importa qué. Hablamos de la maldad gratuita. Michi lo decía con sorpresa, con perplejidad. Ahí estaba el acento con que, en plena juventud, exclamaba, mirando hacia atrás, qué felices éramos. ¿Por qué perdimos la felicidad?, ¿por qué la gente es tan mala, mala en lo pequeño, mala de una forma absurda, mala como para dejar caer unas malas palabras sobre ti, mala como para querer causarte, cuando ya apenas te queda nada, un poco de daño? Pero todos causamos algo de daño a los demás, a fin de cuentas. A todos nos remuerde un poco la conciencia cuando juzgamos a los otros con intolerancia. A todos nos duele lo que no hicimos para ayudar a alguien, la mano que no dimos. En los últimos años de su vida, en aquellas conversaciones tranquilas alrededor de su vaso agua, Michi buscaba rescatar. Le propuse un título para sus memorias: Instantes de felicidad. Porque, cuando sus ojos eran atravesados por ráfagas de alegría ­de esa risa que, inesperadamente, nos sacude el cuerpo­, yo sentía que volvía, aunque fuera con tanta fugacidad, un mínimo pedazo de esa dicha perdida. Estaba allí de nuevo, entre nosotros. ¿No buscamos eso todos? ¡Qué de cosas nos arrebata la muerte! Más que nunca, lo sabemos ahora. Entre tanta muerte, buscamos rescatar. Buscamos signos de vida, la felicidad de todas las vidas perdidas. Buscamos los fugaces momentos de alegría en que todo se recupera. Buscamos la forma de convertir la fugacidad en algo imperecedero. Michi, seguiremos intentándolo.

Soledad Puértolas en El País el 19 de marzo de 2004.

Por cierto: en Suiza, el apio es la causa principal de las reacciones anafilácticas.
Qué gente, los suizos.

este año sí

JUEVES 30 DE ABRIL
18:30h. TEATRO DEL MAR  
Acto Inaugural

19:00 TEATRO DEL MAR
* Julián Ávila (Aljaraque, Huelva) Versos de Háram
* Santiago Pablo Romero (Trigueros, Huelva) Alado Ser
* Mabel Zaves (Sevilla) Espejos convergentes
* Anabel Caride (Sevilla) Allanamiento de morada
* José Ángel Garrido (Huelva)
* Mar Domínguez (Huelva)
* Josefa Virella (Huelva) Cruceta de feroces
* Rafael Delgado (Aljarque, Huelva) Escrito en verde, Concierto para una sola nota, Cuentos de la buena pipa y Chaturanga
* Francis Vaz (Huelva) La ingeniería de los números primos
* Juan Bay (Alicante) Distintas maneras de atar una bicicleta (performance)
* Teatro Estudio Universitario – TEU (Medellín, Colombia)
¡Carnaval, Carnaval! (concierto)


De modo que en breve volveré a ver al bueno de Uberto y conoceré algo de la provincia de Huelva. No parece mal plan.




blue and brown

I don't know when I've been so blue
Don't know what's come over you
You've found someone new
And don't it make my brown eyes blue

I'll be fine when you're gone
I'll just cry all night long
Say it isn't true
And don't it make my brown eyes blue

Tell me no secrets, tell me some lies
Give me no reasons, give me alibis
Tell me you love me and don't let me cry
Say anything but don't say goodbye

I didn't mean to treat you bad
Didn't know just what I had
But honey now I do
And don't it make my brown eyes
Don't it make my brown eyes
Don't it make my brown eyes blue





El cielo esta muy muy azul en esta tarde primaveral de domingo.

de nuevo la identidad

Decía Jaime Gil de Biedmma que no había que levantarse con prisa. Que si se hacía ya iba uno todo el día con el ritmo cambiado. Coincido con él plenamente. Yo hoy me he levantado regalando este cuento de abajo y he seguido escuchando el collar del que hablaba ayer.

El perro que no sabía ladrar

Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo muy solitario, porque había caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltaba algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—¿Pero tú no ladras?
—No sé… soy forastero…
—Vaya una contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
—¿Para qué?
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
—No digo que no, pero yo…
—Pero tú ¿qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el periódico.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
—Haz como yo —le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
—Me parece difícil —dijo el perrito.
—¡Pero si es facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
—Vamos, mírame y procura imitarme.
El gallito lanzó otro kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado «keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.
—No te preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Ahora, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde por la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fin el gallo ha venido a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita…» E inmediatamente se echó a correr, pero no olvidó llevarse el tenedor, el cuchillo y la servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
—Ah —dijo la zorra—, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
—¿Una trampa?
—Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los cazadores.
—Te aseguro que yo… Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
—¿Ejercicios? ¿De qué clase?
—Me ejercito para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo un sonorísimo kikirikí.
La zorra creía que iba a reventar de risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la cola. Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
Por allí cerca había un cucú. Vio pasar al perro y le dio pena.
—¿Qué te han hecho?
—Nada.
—Entonces ¿por qué estás tan triste?
—Pues… lo que pasa… es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
—Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú… cucú… cucú… ¿lo has comprendido?
—Me parece fácil.
—Facilísimo. Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú… cucú…
—Cu… —hizo el perro—. Cu…
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú… cucú…, apunta el fusil y —¡bangl ¡bangl— dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los chistes. El perro a todo correr. Pero estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que ladran…»
Mientras tanto el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
—Debe habérselo llevado ese perrucho, no sé de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría…

PRIMER FINAL

El perro corría. Llegó a un prado en el que pacía tranquilamente una vaquita.
—¿Adonde corres?
—No sé.
—Entonces párate. Aquí hay una hierba estupenda.
—No es la hierba lo que me puede curar…
—¿Estás enfermo?
—Ya lo creo. No sé ladrar.
—¡Pero si es la cosa más fácil del mundo! Escúchame: muuu… muuu… muuuu… ¿No suena bien?
—No está mal. Pero no estoy seguro de que sea lo adecuado. Tú eres una vaca…
—Claro que soy una vaca.
—Yo no, yo soy un perro.
—Claro que eres un perro. ¿Y qué? No hay nada que impida que hables mi idioma.
—¡Qué idea! ¡Qué idea!
—¿Cuál?
—La que se me está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.
—Bravo, qué buena idea. Entonces al trabajo. Escucha bien: muuu… muuu… muuu…
—Muuu… —hizo el perro.
Era un perro que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.

SEGUNDO FINAL

El perro corría y corría. Se encontró a un campesino.
—¿Dónde vas tan deprisa?
—Ni siquiera yo lo sé.
—Entonces ven a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí iría, pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se acercarán y podrás morderlos, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo —dijo el perro.
Y así fue cómo el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una escudilla de sopa todos los días.

TERCER FINAL

El perro corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau guau. Guau guau.
—Esto me suena —pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de animal que lo hace.
—Guau, guau.
—¿Será la jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que acercarme con cautela.
Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau guau que, no sabía por qué, hacía que le latiera tan fuerte el corazón bajo el pelo.
—Guau, guau.
—Vaya, otro perro.
Sabéis, era el perro de aquel cazador que había disparado poco antes cuando oyó el cucú.
—Hola, perro.
—Hola, perro.
—¿Sabrías explicarme lo que estás diciendo?
—¿Diciendo? Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
—¿Ladras? ¿Sabes ladrar?
—Naturalmente. No pretenderás que barrite como un elefante o que ruja como un león.
—Entonces, ¿me enseñarás?
—¿No sabes ladrar?
—No.
—Mira y escucha bien. Se hace así: guau, guau…
—Guau, guau —dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»

Gianni Rodari

amarillo

Recopilaba canciones de jazz como quien engarza cuentas en collares que luego regala. Nosotros éramos los destinatarios de aquellos collares, una colección que llegó hasta casi la decena. ¿O siguió y yo le perdí la pista? Hace unos días cayeron en mis manos las fotografías de aquellos años donde se fraguaron las colecciones. Creo que la palabra más adecuada es incredulidad: incredulidad de lo que estaba viendo. Me alegro de haber formado parte de tanta belleza. Si yo era uno más de aquello que tenía delante, puedo decir que fue un privilegio y un honor.
Hoy repasaba el número ocho, el último que tengo, y apareció una pieza en la que no había reparado. Es la que sigue.
A veces la juventud y el talento son capaces de darle una vuelta de tuerca más a lo que ya parecía imposible. En el caso que me ocupa en esta entrada algo indispensable para hacer lo que hacen es la limpieza. Y esa limpieza no necesariamente está ligada a la juventud.
Herbie me parece un sabio que ya está de vuelta de todo y que no ha perdido ni un ápice de la limpieza de la que antes hablaba y de una cosa más, muy difícil de conservar: las ganas de seguir y de indagar. A su lado, Damien y Lisa parecen niños. Juntos los tres producen un efecto: refractan sus luces. Y el resultado de esa refracción es un milagro creativo.

Una última cosa: lo de la libretita de Damien es de mascletà.



Hush now, don't explain
Just say you'll remain
I'm glad your back, don't explain

Quiet, don't explain
What is there to gain
Skip that lipstick
Don't explain
 
You know that I love you
And what endures
All my thoughts of you
For I'm so completely yours
 
Cry to hear folks chatter
And I know you cheat
Right or wrong, don't matter
When you're with me, sweet
 
Hush now, don't explain
You're my joy and pain
My life's yours love
Don't explain

La canción, como no podía ser de otra forma, no viene de un lugar cualquiera.

El otro caso que hoy quiero abordar está ligado a este tema que hace más de cuatro años publiqué. Lo de Tom es algo de tal calado que un servidor se pregunta cómo es posible. Abordar esa canción, esa genialidad -es lo que me parece, sin hipérboles de por medio- sin caer en el ridículo me parece tarea de éxito improbable. Bien, pues Cibelle lo hizo a principios de este siglo; traduzco: con veinte y pocos, muy pocos años...
Tom aparece en los coros sin taparla, moderándose, que ya es.

la libertad de los mochuelos

Hoy he regalado esta ciudad. A menudo pienso en cómo se ha perdido la noble y bella tarea del regalo, del cuidadosamente elegido regalo, el que tiene detrás todo un argumento afectivo. Luego pienso si se ha perdido o si, en realidad, nunca fue frecuente. Y ahí soy yo el que se pierde. En cualquier lugar, no deja de sorprenderme lo escaso del asunto, lo poco que abunda. Y, en realidad, tampoco me sorprende en este camino que hace ya siglos emprendimos donde la atención, el cuidado, el desinterés, la belleza, el afecto, los detalles... no son precisamente las plantas que jalonan el sendero.
A mí hace dos días me desearon la libertad de los mochuelos. Qué más se puede pedir.

Las ciudades escondidas. 1

En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos las antenas las claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las rayas de las calzadas, los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de caballos. Ese punto no se queda ahí: después de un año se lo encuentra grande como medio limón, después como un hongo políporo, después como un plato de sopa. Y entonces se convierte en una ciudad de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia afuera. Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto amurallado, ceñidísimo, bien apretado, del que brotan resecos los campanarios las torres los tejados las cúpulas, mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un cinturón que se desata. En linda no: las viejas murallas se dilatan, llevándose consigo los barrios antiguos, que crecen en los confines de la ciudad, manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos circundan barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y afinados para dejar sitio a los más recientes que empujan desde adentro; y así hasta el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera Olinda y de todas las Olindas que han brotado una de la otra; y dentro de ese círculo más interno ya brotan —pero es difícil distinguirlas— la Olinda venidera y aquellas que crecerán a continuación.

Las ciudades invisibles . Italo Calvino. Traducción de Aurora Bernárdez.

Le città nascoste. 1

A Olinda, chi ci va con una lente e cerca con attenzione può trovare da qualche parte un punto non più grande d'una capocchia di spillo che a guardarlo un po' ingrandito ci si vede dentro i tetti le antenne i lucernari i giardini le vasche, gli striscioni attraverso le vie, i chioschi nelle piazze, il campo per le corse dei cavalli.
Quel punto non resta lì: dopo un anno lo si trova grande come un mezzo limone, poi come un fungo porcino, poi come un piatto da minestra.
Ed ecco che diventa una città a grandezza naturale, racchiusa dentro la città di prima: una nuova città che si fa largo in mezzo alla città di prima e la spinge verso il fuori.
Olinda non è certo la sola città a crescere in cerchi concentrici, come i tronchi degli alberi che ogni anno aumentano d'un giro.
Ma alle altre città resta nel mezzo la vecchia cerchia delle mura stretta stretta, da cui spuntano rinsecchiti i campanili le torri i tetti d'embrici le cupole, mentre i quartieri nuovi si spanciano intorno come da una cintura che si slaccia.
A Olinda no: le vecchie mura si dilatano portandosi con sé i quartieri antichi, ingranditi mantenendo le proporzioni su un più largo orizzonte ai confini della città; essi circondano i quartieri un po' meno vecchi, pure cresciuti di perimetro e assottigliati per far posto a quelli più recenti che premono da dentro; e così via fino al cuore della città: un'Olinda tutta nuova che nelle sue dimensioni ridotte conserva i tratti e il flusso di linfa della prima Olinda e di tutte le Olinde che sono spuntate una dall'altra; e dentro a questo cerchio più interno già spuntano - ma è difficile distinguerle - l'Olinda ventura e quelle che cresceranno in seguito.