Mírese al espejo del baño. Repase el delineador, el rímel. Piense: “Debo ponerme los aros que me regaló”. Vaya hasta su cuarto, búsquelos, póngaselos. Tome su bolso, salga de la casa, suba a un taxi, dígale al taxista el nombre del hospital. En el hospital, haga el camino que conoce de memoria. Golpee la puerta suavemente, abra. Respire la atmósfera de la habitación, cargada de olor a sábanas limpias. Piense, como piensa siempre: “Qué linda luz”. Salude a su madre, sentada junto a la cama. Vea cómo le indica que no haga ruido porque su padre, después de una noche de dolores sangrientos, duerme. Pregunte, como siempre pregunta, cómo está. Escuche, como siempre escucha, la misma respuesta. Siéntese. Mire a su padre en esa cama en la que lleva ya dos meses. Siéntase irritada. Pregúntese: “Para qué vengo, si no puede verme”. Piense: “Si yo estuviera en su lugar, él elegiría morir por mí”. Piense: “Me aburro”. Converse con su madre de cosas que no le interesan. Al cabo de dos horas, mientras su padre aún duerme, salga de la habitación. En el pasillo, encuéntrese con el médico que lo atiende. Pregúntele cuánto tiempo le queda. Escuche cómo el médico le dice: “Poco”. Sienta alivio y sienta pánico y sea descortés: márchese sin saludarlo. Tome el ascensor, salga a la calle, suba a un taxi, regrese a su casa. Después de cenar, al acostarse, apague el teléfono móvil. Piense: “Así evitaré que suceda esta noche”. Piense: “Soy una idiota”. No pueda dormir y, en algún momento, duérmase. Tenga sueños fangosos. Despiértese a las tres de la madrugada con el sonido del teléfono fijo. Deje que suene dos, tres, cinco veces. Salga de la cama. Camine hasta la sala. Levante el tubo. Diga, horrorizada: “Hola”. Piense: “De modo que así es como me empiezo a quedar huérfana”.
Leila Guerriero