A propósito del otro día y otros cielos: El artículo completo de Zita está aquí. Dejo unos extractos:
En el relato de Julio Cortázar “El otro cielo” (Todos los fuegos el fuego, 1966) nos encontramos
simultáneamente con dos ciudades (París y Buenos Aires) en tiempos también distintos (segunda mitad del XIX y primera mitad del XX, respectivamente). Esta bi-localización funciona
como punto de partida para el desdoblamiento del yo protagonista: la capital argentina es la ciudad de la convención y el deber, mientras que la francesa es el espacio del deseo de ser otro, el
espacio de la otredad. Son las galerías de ambas metrópolis, a las que inconscientemente llega
siempre el personaje, fiel al ritual del flâneur, las que se alzan como puerta de acceso a cada
uno de los espacios urbanos. Éstos, caracterizados a través de un juego de oposiciones, subrayan la presencia del motivo del doble en el texto.
Lo curioso de este texto, efectivamente, es que el personaje viola toda lógica
espacio-temporal al transitar libremente entre dos metrópolis bien lejanas, el Buenos Aires de, aproximadamente, la tercera y cuarta décadas del siglo XX y el París
de en torno a 1868.
Los pasajes, por lo tanto, funcionan como “el túnel en lo temporal, que permite poner en contacto e incluso facilitar la comunicación de las realidades distintas”
Como el poeta, el extrañado, el que es consciente de su
lateralidad y goza de ese “sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las
estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca”
La dislocación es tan sencilla que “empujando apenas con el hombro cualquier
rincón del aire” (147) una ciudad se trastoca en otra, y así “el esquema de la narración participa de la singular estructura del laberinto” (Pizarnik 1969: 56). La ciudad
de París, más concretamente el Barrio de la Ópera, se convierte en alojamiento de
un nuevo flâneur que gusta de la “deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras” (147), que disfruta de las “horas del explorador”
El soñador teme abandonarse indivisiblemente a su íntimo llamamiento [...]. Baste mencionar el desdoblamiento de sí o la certidumbre (y el terror) de ser dos, o
el miedo a perder la identidad, o el desconsuelo ulterior a la proyección de criaturas psíquicas maravillosas en el mundo real. (Pizarnik 1969: 57-58)
[...] el narrador y personaje viaja de un lugar a otro porque en Buenos Aires no puede ser el
que es en los pasajes de París. Allí, bajo los falsos cielos de las galerías, construye un nido donde alcanzar sus anhelos. Puede decirse, por lo tanto, que en El
otro cielo el espacio urbano funciona como metáfora del deseo de ser otro. Y aquí
es donde puedo retomar la vinculación con Baudelaire y el flâneur. En el poema
en prosa Las multitudes se lee:
No todos pueden darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un arte;
y sólo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género humano, aquél a
quien un hada insufló en su cuna el gusto por el disfraz y la máscara, el odio al domicilio, y la pasión al viaje. [...] El poeta goza del incomparable privilegio de poder
ser, a su guisa, él mismo y otro. (Baudelaire 2005a: 66)
El paseante, una hormiga más en el rebaño de la multitud, se despoja de su unicidad y encuentra la posibilidad de ser cualquier otro, que es precisamente lo que
persigue el yo de Buenos Aires. Esa “patria secreta” (147) de los pasajes, a pesar de
corresponderse con lugares localizables en un mapa real, puede entenderse, usando
términos psicoanalíticos, como el espacio de los deseos reprimidos. Es su espacio,
de ahí el empleo de posesivos para referirse a él. Allí, y sólo allí, puede ser diferente. En cuanto vuelve a Argentina, los rituales sociales y políticamente correctos son
retomados.
Para empezar, lógicamente, hay que pensar en la naturaleza propia de los
pasajes y las galerías, es decir, lugares separados, aislados, dentro de la metrópoli. Tan distintos, de hecho, que tienen su propio cielo, un cielo “de claraboyas”,
“de vidrios sucios y estucos” (148-149). Así, esta patria personal se cimenta como
espacio cerrado al estar arquitectónicamente protegida del exterior. De hecho, el personaje señala cómo ese territorio de falsos cielos es más atractivo que el espacio indefenso ante “la insolencia de las calles abiertas” (148). Buenos Aires es el
espacio de los cielos altos, mientras que París es el de los cielos próximos. Del
mismo modo que los techos de los pasajes protegen de la lluvia, del frío y de la
nieve, aquí suponen también una protección frente a los deberes laborales, maritales y morales. Y me remito a las palabras del narrador, que habla de un “mundo diferente donde no había que pensar en Irma [la novia] y se podía vivir sin
horarios fijos” (155). Es decir, la oposición espacio abierto-espacio cerrado refuerza esa bipolaridad en la forma de ser del personaje: fuera tiene que responder como
hijo y como novio formal; dentro puede dar rienda suelta a sus fantasías y deseos frustrados.
A reforzar esa dualidad del personaje contribuye la dicotomía día-noche, o luz
natural-luz artificial. Si el espacio abierto es caracterizado por estar sometido a esa
mencionada insolencia de las calles abiertas, a “la estupidez del día y del sol ahí
fuera” (148), el espacio cerrado, por el contrario, es el de la noche. Allí dentro (o
debajo), la luz solar es destronada para dejar sitio a la iluminación de gas y a las
velas, o, en palabras de Benjamin, “las sirenas de luz de gas” y las “odaliscas como
llamas de aceite” (Benjamin 2007: 866)
“¡Oh noche! ¡Refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí la señal de la fiesta interior, sois la liberación de una
angustia! En la soledad de las llanuras, en los pedregosos laberintos de una capital, titileo de las estrellas,
explosión de las linternas, ¡sois los fuegos artificiales de la diosa libertad!” (Baudelaire 2005a: 88).
Buenos Aires es la ciudad-Irma, la ciudad de las “novias araña” (164) en la que
hay que cumplir a rajatabla todos los protocolos de la sociedad. París, por el contrario, es la ciudad-Josiane o la ciudad de la alteridad.
Resulta curioso que esa decisión final
coincida con el lanzamiento de la bomba de Hiroshima y la rendición de los alemanes (167), como si lo que el lector hubiera presenciado a lo largo de las páginas
del relato hubiera sido una batalla. Y lo cierto es que el personaje no se enfrenta a
la elección de una ciudad en la que vivir, sino de un modus vivendi.