Fernando Pessoa:
el tesoro en el arca.
Antes
de destruirse del todo, en la época en que tuvo un alcohol más sosegado,
Fernando Pessoa se ganaba la vida como traductor de inglés en algunos despachos
comerciales. Con un horario anárquico entraba y salía de las oficinas de Lavado
y de Mayer, situadas en la Baixa de Lisboa, y allí tecleaba con una máquina
anquilosada la correspondencia mercantil, original y copia, sin hablar con
nadie, un oficio que le dejaba tiempo para escribir a lápiz fragmentos de
poemas en la misma mesa de trabajo. Hay que imaginarlo con sombrero, pajarita
muy rozada, bigote espeso, los lentes ovalados sin montura pinzados en la cepa
de la nariz cruzando la Rua da Prata, hecho un dandy ya un poco descalabrado,
en dirección al café A Brasileira, donde solía verse con otros escritores y
periodistas bohemios, día y noche. Bebía con ellos. Hablaba de proyectos
literarios nunca realizados y volvía al trabajo o se iba a la cama. Los
camareros sabían los gustos de su hígado. Nada de whisky o de cerveza.
Simplemente cazalla, el aguardiente duro que llega más directo al alma de los
poetas para calentar sus sueños. En esta época, con 25 años, el café A
Brasileira, la del Chiado o la del Rossio, era un eje de humo, que hacía girar
una rueda dentada. "Animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos
dipsómanos, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal,
filósofo idealista. Soy un degenerado superior". Así se definía cuando
estaba muy borracho.
Fernando
Pessoa había nacido en Lisboa, en el n.º 4 del Largo de San Carlos, hoy
Directorio, el 13 de junio de 1888, vástago de militares y jurisconsultos,
mezcla de hidalgos y judíos, todos arruinados como manda la estética. Fue un
niño mimado. Desde lo más hondo de la ebriedad el poeta siempre recordaría su
infancia en Lisboa como un paraíso lleno de caricias maternales. Requerido
igualmente por el amor de algunos virus pasó en la niñez algunos meses en cama
y con ello probó también el dulce sabor de estar suavemente enfermo y esperar
que venga tu madre a arroparte y darte siempre el beso de buenas noches. Allí
en la cama el niño comenzó a hablar con personajes imaginarios que él se
inventaba, mientras en la habitación del fondo se oían los gritos de su abuela
Dionisia que estaba loca. Aquella dicha duró hasta que a los cinco años murió
su padre y el paraíso fue invadido por un extraño. El comandante João Miguel
Rosa, cónsul de Portugal en Durban, Natal, contrajo matrimonio por poderes con
la viuda y mandó llamar a su esposa e hijastro a Suráfrica, donde el chico fue
educado en el high school de esa ciudad e ingresó en la
Universidad del Cabo de Buena Esperanza después de ganar a los 15 años el
premio Reina Victoria de estilo en lengua inglesa. No tenía amigos. El
adolescente Pessoa sólo hablaba con los personajes imaginarios, sus fieles
compañeros, que se llevó de Lisboa, fantasmas dotados por él de carne y hueso.
Cuando
después de diez años volvió a Portugal de vacaciones con la madre, el padrastro
y varias hermanas que habían nacido en Suráfrica, Pessoa se trajo también a
cuestas el complejo de Edipo que trató de sacudirse de encima sin llegar a
conseguirlo nunca. "Soy un carácter femenino con una inteligencia
masculina". La familia regresó a Durban y el joven se quedó en Lisboa a
expensas de su tía Ana Luisa. Se matriculó en Filosofía. Entonces devoraba dos
libros diarios. Hegel, Kant, Tennyson, Keats, Shelley. Se veía con sus amigos
en A Brasileira tres veces al día a cualquier hora. Paseaba. Escribía los
primeros poemas simbolistas. Bebía. Daba los consiguientes sablazos y la rueda
dentada giraba. En la oficina había conocido a una mecanógrafa llamada Ofelia.
Ensayó la forma de enamorase. Le escribía cartas obsesivas y tardó un año en
lograr llevarla a pasear a orillas del Tajo, pero allí sentados miraban el
curso del agua sin atreverse a rozarse siquiera la yema de los dedos. Cuando la
chica, después de tantos suspiros, poemas y cartas, ya entregada, le requirió
para casarse, su difusa homosexualidad lo dejó paralizado. "Amémonos
tranquilamente, pensando que podríamos / si quisiéramos, cambiar besos y
abrazos y caricias, / pero que más vale estar sentados uno junto al otro /
oyendo correr el río y viéndolo /". Con el poeta Sa Carneiro, hijo de
familia pudiente, imaginó hazañas editoriales. Nada. Mandaba algún poema, algún
artículo a las revistas efímeras, El Águila, Renacença, Orpheu,que
nacían llenas de entusiasmo y se desvanecían al tercer número. Mientras tanto,
en papeles costrosos que guardaba en el bolsillo seguía escribiendo donde le
pillara la inspiración, durante el trabajo en los despachos comerciales, al pie
de la cazalla en el café, en un banco de la calle, en casa, de noche, de
madrugada, siempre, a cualquier hora. Luego metía esos papeles en un arca
forrada de terciopelo raído como el náufrago que arroja una botella al mar.
Pessoa
había llamado en su ayuda a unos seres imaginarios, herederos de aquellos con
los que él hablaba a solas en la infancia. Han sido llamados heterónimos. Se
expresaría a través de ellos para enmascararse, como había utilizado el inglés
de sus primeros poemas para atacar desde la anarquía juvenil todas las
instituciones, la religión, el matrimonio y la patria. Alberto Caeiro sería el
panteísta, el poeta de la naturaleza. Ricardo Reis haría de portador de todos
los valores paganos, un contemplativo horaciano que veía pasar la vida con una
elegante serenidad sabiendo que al final todo se disuelve en la nada. Álvaro de
Campos sería el filósofo existencialista, a veces metafísico, destructivo y
libre. En medio de estas tres proyecciones de su alma, a veces Pessoa asomaba
la propia cabeza. Bebía y la volvía a amagar. Nunca abandonó Lisboa. Un viaje a
Cascais en tranvía o a Sintra en un chevrolet imaginario donde recibió en el
camino el beso volado de una niña que creía que era un príncipe el que pasaba.
Un
buen día recibió la noticia de que su padrastro había muerto en Durban. El
joven sintió que un grajo levantaba vuelo desde su nuca. Luego llegó a Lisboa
la madre, convertida en una anciana de 58 años. En ese momento creyó de nuevo
estar a salvo. Su madre y el poeta amigo Sa Carneiro eran las únicas fuerzas
que aún le permitían reconocerse borracho en el espejo. Pero llegó el momento
en que su madre murió y Sa Carneiro, que había huido a París, a los 26 años se
pegó un tiro en la habitación del hotel. Sin ningún asa donde agarrarse
Fernando Pessoa decidió suicidarse lentamente sin dejar nunca de ser un
caballero con la bufanda cruzada en el pecho. Ni siquiera tenía hogar propio,
siempre a merced de familiares o de fondas con olor a hervido de coliflor.
Abandonó las tertulias con sus compañeros bohemios en la Brasileira, aunque
siempre había alguien que le metía unos reales en el bolsillo del abrigo para
una sopa caliente, pero al final sólo se alimentaba de cazalla. El café
Martinho d'Arcade, bajo los soportales de la plaza del Comercio, era su nuevo
abrevadero. Allí bebía ya en soledad mientras el arca de casa se iba llenando
de papeles. Cuando soñaba aún con publicar su obra, proyecto siempre fracasado,
en octubre de 1935 sufrió un cólico hepático. Le llevaron al hospital de San
Luís de los Franceses. Entró en coma. El 30 de noviembre en un momento de
lucidez dijo a la enfermera: "Dadme las gafas". Fueron sus últimas
palabras.
Pasados
algunos años, cuando ya había sido olvidado, alguien abrió el arca forrada de
terciopelo y encontró el tesoro. En ese arca dormía uno de los más grandes
poetas de la literatura universal, el anárquico, proteico, profundo, agnóstico,
ocultista, metafísico, existencialista Fernando Pessoa.
Manuel Vicent. Publicado en El País el 14 de junio de 2008