ditirambo onírico


ETERNO FEMENINO

Me psicoanalizaban unas chicas
guapísimas, muy altas y muy fuertes,
con pinta de valquirias o amazonas.
Iban todas con gafas y con blusas
muy blancas, gentilmente descotadas,
y faldas negras, mínimas, de cuero,
y pelo recogido, y gruesos labios
que decían «comedme» a cada instante.
Cuadernos y bolígrafos en ristre,
parecían atentas a la historia
banal que yo, implacable, les contaba,
emocionado ante su complacencia.
Les hablé de mi vida desde el punto
de vista que juzgué más favorable
para mí, como suelen hacer todos
los que hablan de su vida, subrayando
las acciones heroicas y omitiendo
los vicios, las traiciones y los crímenes.
Concluido el ditirambo, comenzaban
a desnudarse cuando, de repente,
se me ocurrió que tanta maravilla
no era real, que en algo tan entupido
y cruel como que alguien tome nota
de tus jactancias y tus abyecciones
no podían tomar parte unas damas
tan guapas como aquéllas. De manera
que opté por escapar. Cerré los ojos,
me encomendé a mí madre y a mí novia
y, dejando el diván, salté al vacío.

Luis Alberto de Cuenca.

¿y yo?


Hay gente que sabe las veces que le han roto el corazón, gente que lleva ese balance, con su Debe y su Haber. Tengo cuadernos de contabilidad antiguos porque hubo una época en la que los coleccionaba. Me gustaban para escribir poemas, para expresar lo que yo le debía a la vida y lo que la vida me debía a mí. A mí la vida no me debía nada, pero yo creía que sí. Yo estaba convencido de que sí, y hay días en los que todavía me levanto con esa sensación, con la de que la vida me debe algo. Sé que es un delirio, pero no puedo quitármelo de la cabeza y espero y espero una llamada de teléfono o una revelación, un descubrimiento, en fin, que salde esa deuda irreal, fantástica, fabulosa, quimérica. La gente compra lotería porque piensa que tiene derecho a que le toque, porque se lo merece, porque llevamos dentro un vacío extraordinario del que alguien debería hacerse cargo.
Todo eso ocurre, por ejemplo, un miércoles. El jueves, sin embargo, me doy cuenta de que no hay forma de tapar ese agujero existencial y pienso que no es bueno andar con la maldita idea de la deuda por la calle, ni en el metro, ni en el autobús, ni en los trenes o en los aviones en los que me desplazo de un sitio a otro para ganarme la vida. Te crea mala sangre esa obsesión, te la envenena. Ahora mismo a mi lado, en el metro de Madrid, a la altura de la estación de Ciudad Lineal, una mujer está diciéndole a alguien por el móvil que ese alguien le ha roto el corazón. De ahí han nacido estas palabras mías, de esa escucha. Y es la tercera vez que me lo rompen este año, ha añadido la mujer con un sollozo.
Le han roto el corazón tres veces en un año, y aún queda tiempo para que se lo rompan otras dos, u otras diez, u otras veinte, quizá más. Me dan ganas de preguntarle cuántas veces lo ha roto ella, tal vez lleve la cuenta en un cuaderno de contabilidad como los de mi colección. Pero también es cierto que hay gente buena, ingenua que no ha dejado ningún cadáver a su paso, que no traicionó amistad alguna, que cumplió siempre su palabra. Hay personas así, a las que el mundo sin embargo trata mal y que no saben defenderse. O que prefieren no hacerlo. Esta mujer podría ser una de ellas.
¿Y yo?

Juan José Millás