El espanto, de Juan José Millás, se publico en la columna de la
contraportada de El país el viernes pasado. Me lo envió Rq a las 10 de la
mañana de ese día. Yo lo leí unas 12 horas después donde trabajo. No daba crédito.
Léanme con piedad. No soy más que
un pobre texto periodístico precipitándome en caída libre hacia el final de la
hoja como por el hueco de un ascensor mal mantenido. Caigo y caigo desplegando,
a modo de alas, adjetivos que suavicen el golpe, extendiendo oraciones
subordinadas que actúen de colchón para las principales. Ni idea de si estoy ya
en la cuarta, en la quinta o en la sexta línea porque dejé hace un rato de
contar. Y no por falta de tiempo, porque el tiempo, en las situaciones límite,
se estira de tal modo que nos permite observarlo todo a cámara lenta. De hecho,
no veo el momento de alcanzar el final del primer párrafo, si el texto que les
habla lo tuviera, para tomar un poco de aire en él. Los finales de párrafo son
un respiro, un punto y aparte, casi como volver a empezar el descenso hacia la
oscuridad del significado, cuando lo hay, o de la mera forma si el texto es muy
experimental. Pero caigo y caigo, además de hacia el fondo, hacia el olvido. En
el olvido, tarde o temprano, nos encontramos casi todos los textos como pedazos
de automóviles en el desguace. Cuando los lectores te abandonan, se acelera la
velocidad de la caída y aumenta la intensidad del pánico. Soy un texto sombrío,
escrito a las tres de la madrugada por un tipo insomne que quizá tenga
problemas económicos, o familiares, o mentales, no lo sé, los textos no sabemos
nada de nuestros creadores como los hombres, pese a la Teología, no saben nada
de Dios. Hay quien niega la autoría como hay quien niega a Dios. Pero el autor
existe, puedo certificarlo, porque se desliza por el hueco del ascensor
conmigo, abrazado a mí, lleno de espanto. A punto ya de rompernos la crisma
contra el suelo, deja colgado el texto, me abandona, y regresa a la cama.