Es tristísimo tener espalda.
No saberme desde todos los ángulos,
no haberme mirado
desde los árboles,
desde la tierra.
Es tristísimo
no poder encontrarme conmigo en la calle
y serme presentado por un amigo.
No saber cuántas veces
mi perfil ha coincidido con un árbol
ni cuántas he llenado
el hueco de las cosas ausentes.
Ya estoy cansado
de estar siempre conmigo.
Quiero estar en las cosas,
decirme adiós
cuando me cruce conmigo.
Dejar de ser una mandíbula
desconocida
que no se cierra jamás sobre mi sombra.
Hacer sincera mi espalda.
Redimirme en una cruz de direcciones.
Enseñarme a las cosas
linealmente sincero.
Y observarme
desde un portal disimulado
con una risa divertida entre mis labios.
Jesús López Pacheco
desde los árboles,
desde la tierra.
Es tristísimo
no poder encontrarme conmigo en la calle
y serme presentado por un amigo.
No saber cuántas veces
mi perfil ha coincidido con un árbol
ni cuántas he llenado
el hueco de las cosas ausentes.
Ya estoy cansado
de estar siempre conmigo.
Quiero estar en las cosas,
decirme adiós
cuando me cruce conmigo.
Dejar de ser una mandíbula
desconocida
que no se cierra jamás sobre mi sombra.
Hacer sincera mi espalda.
Redimirme en una cruz de direcciones.
Enseñarme a las cosas
linealmente sincero.
Y observarme
desde un portal disimulado
con una risa divertida entre mis labios.
Jesús López Pacheco
Parece como si el anterior poema de Oliverio y este (aparecido en 1953) se concatenaran. No es de
extrañar. Jesús, con 38 años, se tuvo que ir a Canadá a vivir, a poder vivir,
porque aquí había lo que había; hablo de 1968, que no todo fue París. Allí quedó
hasta su muerte, 30 años después. No nos hacemos una idea de los efectos del
exilio, el interior, el exterior, el de ellos que se fueron, el de nosotros que
estamos.