¿rap?

En la entrevista, por llamarla de alguna manera, que J. J. Millás le hace a J. Sabina, paseando por el barrio se acercan a lo que fue La Mandrágora, ese local que con el paso de los años generó toda una mitología. Joaquín confiesa que no había vuelto desde entonces, y se le nota incómodo. Para mi sorpresa, cuán atrevida es la ignorancia, yo llevaba frecuentando los altos de la antigua Mandrágora desde hacía unos años. Los bajos, sólo para cuestiones mingitorias, pues abajo están los aseos y la sala, abandonada, medio almacén, medio dejadez. Me fijé la vez siguiente que fui. No me extraña que él no quisiera saber nada del lugar. Allí se grabó el Adivina adivinanza, entre otras joyas. Lo pongo junto al Canto del gallo por motivos varios, entre ellos juglares.
Algunos recuerdos conviene no contrastarlos con el presente a no ser que su busque qué sé yo.

A su entierro de paisano 
asistió Napoleón, Torquemada, 

y el caballo del Cid Campeador; 
Marcelino de cabeza
marcándole a Rusia un gol
el coño de la Bernarda, 
y un dentista de León; 

y Celia Gámez, Manolete, 

San Isidro Labrador, 

y el soldado desconocido 

a quien nadie conoció. 

Santa Teresa iba dando
 
su brazo incorrupto a Don 

Pelayo que no podía 

resistir el mal olor. 
El Marqués que ustedes saben
iba muy elegantón, 
con uniforme de gala 
de la Santa Inquisición. 
Bernabéu encendía puros
con billetes de millón, 
y el niño Jesús de Praga 

de primera comunión. 

Mil quinientas doce monjas 

pidiendo con devoción 

al Papa Santo de Roma 

pronta canonización. 

Y un pantano inaugurado
 
de los del plan Badajoz. 

Y el Ku-Klux-klan que no vino 

pero mandó una adhesión. 

Y Rita la Cantaora, 

y don Cristóbal Colón, 

y una teta disecada 

de Agustina de Aragón. 

La tuna compostelana 

cerraba la procesión 

cantando a diez voces clavelitos 

de mi corazón. 

San José María Pemán
 
unos versos recitó, 

servía Perico Chicote 

copas de vino español. 
Nunca enterrador alguno
conoció tan alto honor,
Dar sepultura a quien era
sepulturero mayor
Ese día en el infierno 
hubo gran agitación, 

muertos de asco y fusilados 

bailaban de sol a sol. 

Siete días con siete noches 

duró la celebración, 

en leguas a la redonda 

el champán se terminó. 

Combatientes de Brunete, 

braceros de Castellón, 

los del exilio de fuera 

y los del exilio interior 

celebraban la victoria 

que la historia les robó. 

Más que alegría, la suya 

era desesperación. 


Como ya habrá adivinado, 

la señora y el señor, 

los apellidos del muerto 

a quien me refiero yo, 

pues colorín colorado, 

igualito que empezó, 

adivina, adivinanza, 

se termina mi canción, 
se termina mi canción.

Aclaraciones respecto al tema, aquí.



El jaleo de los días de feria 
ya se oía a un kilómetro del pueblo
 
y un extraño acento en el hablar
 
de los que halló por el camino.
Un coro de muchachas y una vieja 
levantándose las faldas al bailar
 
y un jovencito de broma peligrosa
 
haciendo gala del orgullo local.
De los que dan dinero por la noche 
para que nunca termine su canción
 
para que sude el músico ambulante
 
su condición de vagabundo.
Es ya la hora del aperitivo 
y todavía no funciona el tiovivo
 
el músico buscó la acera en sombra
 
y la ventana donde olía a flor.
Tenga esta rosa blanca, señorita 
a cambio de su negro pensamiento
 
por qué motivo temblaron sus labios
 
vio en sus ojos el fondo de un volcán.
Y mientras tanto corría la sangre 
en la plaza, como un vino común
 
y las plumas de los gallos
 
por el aire volaban aun.
Quítese usted de en medio forastero 
que ya no quedan señoritas en el bar
 
ya cantó como el gallo de pasión
 
pero esta es mi canción
 
y el baile va a empezar.
El músico ambulante se agarró del vaso 
y sintió que flotaba en la luz artificial
 
apuró el trago de madrugada
 
un borracho imitaba el canto del gallo.
Se deslizó por una callejuela 
antes de que empezase a clarear
 
y al pasar por la ventana enrejada
 
suavecito empezó a silbar.
Pero nadie conocía la tonada 
que era inventada para la ocasión
 
y se fue por el camino a contemplar
 
los desvelos de las ultimas sombras.
Y caminando iba pensando que ganar 
siempre es tentar a la otra cara de la suerte
 
y que por eso te hacen daño los huesos
 
cuando golpeas fuerte.
Y así se fue chasqueando los dientes 
en memoria de algún actor
 
cuyo nombre se ha perdido
 
y que hacía de bandido
 
y sintió la alegría del olvido
 
y al andar descubrió la maravilla
 
del sonido de sus propios pasos
 
en la gravilla.

El canto del gallo by Radio Futura on Grooveshark

ablandando ladrillos

Al hilo de la anterior entrada, me vino esto. No creo necesario explicar el porqué.

MANUAL DE INSTRUCCIONES

La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su letrero "Hotel de Belgique".

Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse, se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida. Que te vaya bien.

Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café.

Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia fuera, hacia lo otro tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro. Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono, corre desde el centro hacia la pared y ábrete paso. ¡Oh cómo cantan en el piso de arriba! Hay un piso de arriba en esta casa, con otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se para al borde un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido. Cuando abra la puerta y me asome a la escalera, sabré que abajo empieza la calle; no el molde ya aceptado, no las casas ya sabidas, no el hotel de enfrente; la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre mí como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.

Julio Cortázar

de razas extinguidas

Por aquí han pasado ya varios de ellos, de los que se preguntan si lo cotidiano podría ser de otra forma o significar otra cosa; también han pasado los frustrados, los desesperados porque las miradas, los gestos, el lenguaje, no dé más de sí o no sepamos volverlos del revés. No diré nombres. Han pasado y seguirán haciéndolo. Es este uno de los temas que más me interesan, de modo que.
Por otro lado, Claudio no había pisado este cuaderno ni el anterior; esperaba en mi ordenador desde hace muchos años -2004, apunta la inclemente informática-; de mano certera había llegado a él. Leo su biografía y se me aparece una de esas figuras extrañas y extraordinarias surgidas en los años de la España franquista, una figura que sólo se entiende en su rareza insertada en aquellos años, en aquella lúgubre sociedad, en aquel, paradójicamente, maravilloso caldo de cultivo, estupenda placa de Petri.

GESTOS

Una mirada, un gesto,
cambiarán nuestra raza. Cuando actúa mi mano,
tan sin entendimiento y sin gobierno,
pero con errabunda resonancia,
y sondea, buscando
calor y compañía en este espacio
en donde tantas otras
han vibrado, ¿qué quiere decir?
Cuántos y cuántos gestos como
un sueño mañanero, pasaron.
Como esa casera mueca de las figurillas
de la baraja: aunque dejando herida o beso, sólo azar entrañable.
Más luminoso aún que la palabra,
nuestro ademán, como ella
roído por el tiempo, viejo como la orilla del río, ¿qué significa?
¿Por qué desplaza el mismo aire el gesto de la entrega o del robo,
el que cierra una puerta o el que la abre,
el que da luz o apaga?
¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra
que cuando siega,
el de amor que el de asesinato?
Nosotros, tan gesteros pero tan poco alegres,
raza que sólo supo tejer banderas, raza de desfiles,
de fantasías y de dinastías,
hagamos otras señas.
No he de leer en cada palma,
en cada movimiento, como antes.
No puedo ahora frenar
la rotación inmensa del abrazo
para medir su órbita
y recorrer su emocionada curva.
No, no son tiempos de mirar con nostalgia
esa estela infinita del paso de los hombres.
Hay mucho que olvidar
y más aún que esperar.
Tan silencioso como el vuelo del búho, un gesto claro,
de sencillo bautizo, dirá,
en un aire nuevo,
su nueva significación, su nuevo uso.
Yo sólo, si es posible,
pido, cuando me llegue la hora mala,
la hora de echar de menos tantos gestos queridos,
tener fuerza, encontrarlos
como quien halla un fósil
(acaso una quijada aún con el beso trémulo)
de una raza extinguida.

Claudio Rodríguez