hay muchos lugares en donde todavía no saben qué es una fábrica

LAS FÁBRICAS

Las fábricas,
hembras de la miseria y de la herrumbre,
hembras nauseabundas,
roedoras, noctámbulas.
(Van a marchar todas las fábricas de la ciudad a recorrer el mundo...).
Hembras de larguísimos pechos
de los que en vez de abundante vía láctea
sale el pestilente humo
de sus combustiones
incalificables,
hembras cuyos ovarios
son terribles motores, terribles armas
que enturbian nuestros ojos
y envenenan nuestras palabras
y preparan los nuevos monstruos,
mamíferos
con extrañísimas entrañas.
Hembras de rampas afiladas
en vez de labios, esas pulpas
de hierba aromática y delicada;
rampas productoras
del beso mortuorio
cuando nos abrazan.
(Hay muchos lugares en donde todavía
no saben qué es una fábrica).
A las cinco de la mañana
comienzan a producir pelusilla,
jaboncillo, polvo:
¡el circo de la araña!
La pelusilla inunda el mundo,
mamamos de los pechos chimeneas
perdidos en sus naves y entre sus vigilancias
(Yo sé de muchas personas que se preguntan cuántas
chimeneas tienen...)
(¡volad chimeneas!)
La pelusilla nos hace monstruos
y jugamos con nuestras patas
mientras jugamos con sus pezones ennegrecidos
y nos alimentan con la leche de sus maquinarias.
¡Las máquinas son las nuevas vacas!
¡Hay pelusilla para otros treinta siglos!
La pelusilla cubre de niebla los horizontes
¡Acudid a las fábricas!
–gritan desde los altavoces
los sastres, saltando como ranas–
(¡Colocaremos una fábrica en el bosque!)
¡Acudid a la palangana
de sus inmensos depósitos
a rociaros con su agua,
para mascar un poco de jaboncillo
y a embardunarse con la herrumbre de sus latas!
¡Ay de aquel ciudadano
que no acuda a la fábrica!
Vivimos recogidos,
envueltos en la pelusilla
de los chalecos y de las batas,
de las medidas y de las pruebas.
¡Hacen falta
trajes, más trajes,
más paños, más entrañas
de operarios carbonizados
(El señor más rico del pueblo piensa regalar una fábrica...).
Poco a poco los sastres,
gracias a sus cábalas,
–cá
balas–
trasladan nuestras casas
a los sótanos de las fábricas.
Somos sótanos
los que debiéramos ser terrazas.
Pero los sastres
han ocupado las terrazas.
Somos jaboncillos,
curiosos jaboncillos
disueltos en las probetas de las alternancias,
curiosos productos químicos
bullendo en las pantallas
de las mentes oscuras de los sastres.
¡La pasta!
Una ciudad había,
árboles, paseos,
alguna pequeña fábrica...
herbolarios, parques,
ligera niebla,
alas...
(Pronto sabrá todo el mundo cómo son las fábricas).
Yo soy un jaboncillo.
Mi madre era una pastilla enorme,
una pastilla que deshacía su ternura
y que limpiaba todos los camposantos
y todas las mezquitas brillaban.
Y yo nací en una terrible lavadora,
en una lavadora llena de lava,
cubierto de peces y alfileres,
de fetos y de lombrices.
Mi madre
era una fábrica.
Yo soy un jaboncillo
en manos de los sastres llenos de babas,
que me miden, me prueban,
me cortan y me hilvanan.
Sastrería
no quiere mi alma.
Porque el alma
es lo que no trituran los sastres y las fábricas
(¡Es necesario destruir todas las fábricas!)
Desfilan los caldereros,
los carboneros,
las planchadoras,
los filibusteros,
las parcas.
¡Qué pezones tan negros!
¡Qué chimeneas tan largas!
¡Mamemos! ¡Mamemos!
¡Las calderas abrasan!
¡Revientan los motores!
¡Bailan las máquinas!
Allá, a lo lejos,
desde algún lugar de las galaxias,
debe observarse nuestro planeta
envuelto en una rara capa:
avanza hacia mundos desconocidos
ardiendo, consumiéndose; avanza
ahogados todos los seres,
convertidos en pelusillas, en zarzas,
únicas pobladas del infernal desierto!
¡La tierra blanca!
¡Una inmensa bola de polvo inmensa!
(¡Mamemos! ¡Mamemos!)
¡La creación humana!
(Las fábricas son las dueñas del mundo
y no se preocupan por estas pequeñas cosas).
¡Una inmensa y solitaria nave solitaria
hecha polvo,
hacia la nada!

Jesús Lizano