Sin
duda, el arte nos envía al más allá de la realidad, al universo de los sueños; es
un territorio, como el de las hadas, que debe asaltarse sin miedo a ser
temerario. Esta visión, que personaliza en buena medida el clasicismo en el
arte, llegó hasta bien entrado el siglo XX, cuando ya se expresaban otras
formas de entender el arte muy diferentes y los escritores denunciaban el fin
de una época, porque el arte ya no se situaba en el hombre con sentido de la
posibilidad, sino en el hombre con un nuevo sentido, el de la realidad
inmediata. Desde principios del siglo XX, la mentalidad derivada de la casi
antigua idea de progreso cobra
la fuerza de los hechos, expresándose de una forma casi ideológica en el
discurso científico. La gente cree que con el fin del arte se está en
condiciones de poder conquistar por fin la realidad; pero, con la pérdida del
sueño, el hombre deja de tener futuro y la percepción de la realidad se le
aleja más y más. Ya lo escribió Musil
casi al final de la Segunda Guerra Mundial:
El cuerno del
cartero de Münchausen –nos decía– era más bonito que una bocina electrónica con
el sonido en conserva; las botas de siete leguas, más bonitas que un automóvil;
el imperio del rey Laurin, más bonito que un túnel ferroviario; las raíces
curativas de la mandrágora, más bonitas que un telegrama ilustrado; comer el
corazón de la propia madre y entender el lenguaje de las aves, más bonito que
un estudio zoopsicológico sobre la expresión rítmica del gorjeo de los pájaros.
Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un
árbol a contemplar el cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el
mundo trabaja; tampoco debe engañar nadie al estómago con idealizaciones, si
quiere ser de provecho, más bien tiene que comer chuletas y moverse. Es
exactamente como si la vieja e inepta humanidad se hubiera dormido sobre un hormiguero,
y la nueva se encontrara al despertarse con las hormigas en la sangre; desde
entonces se ve, por eso, obligada a realizar las extorsiones más violentas sin
conseguir aplacar la frenética comezón de la laboriosidad animal.
Salvando
algunos matices, Musil acierta con el diagnóstico y me acerca a pensar sobre el
arte como ese sueño que ha olvidado el hombre al despertarse; un sueño que le
permitía ver las cosas ocultas a nuestro derredor. Porque la gran ventaja del
sueño es que ayuda a ver, ayuda a escuchar, a diferencia de la vida cotidiana
en cuyo discurrir sólo somos capaces de oír o de mirar con los ojos embotados como
los micos que siempre están saltando de rama en rama como si estuvieran huyendo
de algo. Y, al mismo tiempo de esta reflexión o poco antes, los artistas impresionistas
difuminan la realidad, y Picasso se decide a quebrar la armonía del cuerpo con Las
Señoritas de Avignon y después otros como Grosz –que por cierto era
ilustrador– distorsiona la vida cotidiana del Berlín de los años treinta para poder
definirla mejor, y, por último, otros como Hopper –que por cierto era
diseñador– convierten la representación de la realidad en un objeto cotidiano.
Escuelas y nuevas tradiciones que han convertido el arte en algo cercano y
propio, inmediato y personal, donde cabe todo, desde lo imperceptible –más que
elevado–, hasta lo más sucio y podrido.
Robert Musil, como
siempre en estos casos, aunque nació en el sur de Austria, en realidad vino de
Marte. Leo que acabó su vida exiliado y con problemas económicos. ¡Hombre, no...!
Si te parece se le reconoce y se le pone una cátedra en vida.
El extracto completo
es de: Juan Benavides Delgado Introducción: Arte, Publicidad
y Vida Cotidiana…
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