Instrucción 12
Durante las conversaciones, observe sus palabras
como si fueran insectos cargados de enfermedades ocultas, insidiosas, que solo
merecen la aniquilación o el desprecio. Cuando discutan, no alcance niveles de
intensidad encendida sino un tono replegado, lleno de resentimiento y hastío,
donde cada tanto una válvula de escape expulse intempestivamente frases como:
“Otra vez con lo mismo”, “Podrías haberlo dicho en su momento” o “No se te
puede decir nada”. Después, todo debe apagarse en un silencio abominable, un
cocido de ira y de desánimo. Piense mucho en los incontables sentidos de la
palabra “antes” en la frase: “Antes no me decías esas cosas”. Cada tanto,
evoque cómo era tiempo atrás, cuando la fantasía de la felicidad se sumaba a la
felicidad dura y robusta que usted exudaba. Toda aquella euforia a borbotones.
Toda aquella dicha vigorosa. El río de los días en los que solo había novedad y
celebración. Recuerde el deseo monstruoso. Recuerde que se leían libros en voz
alta. Recuerde que se contaban, sin cansarse, una y otra vez, las mismas
historias: “Cuando yo tenía diez años”, “Cuando me fui de campamento con mis
padres”, “Cuando me caí de aquel árbol”. Todo eso que ahora parece una
cabellera arrojada al fuego de la que no quedan ni cenizas. Una noche, cuando
estén durmiendo, despierte y sienta un ramalazo de ternura. Un brote de algo
que parece estar hecho en partes iguales de raciocinio y sentimiento, que
parece genuino, que no parece estar montado en la arquitectura de una emoción
falsa, de una vehemencia pasajera. Un rapto. Dígase: “Tal vez”. Como si se
dispusiera a contemplar un milagro de resurrección, déjese llevar por el
impulso. Estire el brazo bajo las sábanas, coloque la mano sobre su hombro.
Intente sentir aquel vibrato, aquella electrificación grosera, aquella gula
pesada. No sienta nada.