glamour con o

Hablaba con B. de esta serie y sólo había visto un capítulo, quizás dos. Se la refería y le exponía ya que tenía un pero para mí irresoluble, una tara que no creía que con el avance se enmendara. A veces sucede así, que algo está torcido desde el principio y uno lo detecta rápidamente. El enunciado de esa detección desde fuera puede sonar soberbio, por precoz, también ocurre. El exceso de ego es uno de esos excesos de lectura ambigua. El caso es que me queda un capítulo por ver para terminar la primera temporada y he decidido escribir acerca de ella sin acabarla: por lo de la soberbia, el ego y otros yoes.
Peaky Blinders llegué tras ver Taboo, pues comparten creador y escritor, el prolífico Steven Knight. Y con la citada comparte tuétano, devoción por la sustancia, a pesar de que esta tenga textura extraña y se halle en lugar recóndito. También comparte suciedad, clase obrera, sentinas, miserias y ambición, si bien una se desarrolla a principios del XVIII en Londres y la otra tras la primera guerra mundial en Birmingham. Pero lo que en aquel Londres era más o menos creíble, caracterización de Franca Potente de por medio, en este Birmingham es, sencillamente, un excedente de glamour, así, con o, porque aunque el término se haya castellanizado y sea aceptado por la RAE, el glamour es con o. ¿O acaso tiene glamour el glamur?
Sobra glamour en todo, absolutamente todo lo que destila esta producción: ni los Peaky era así, ni los pubs, ni las putas, ni los polis, ni los gitanos, ni las sombrereras, ni los italianos, ni las apuestas, ni Churchill -bueno, Winston sí: qué personaje; en las fotos que veo suyas de niño ya era un ser circunspecto y  pensante-. Falta miseria y sobra estilo, clase, elegancia. Por lo demás la serie posee un guion que funciona como un mero y simple vehículo para contar las andanzas de estos Peaky y lo que en torno a ellos se movía en la época, IRA incluido; una banda sonora superlativa, acertadísima; unos actores transidos por lo que antes contaba, el exceso de clase, pero con las bases del mundo británico, eso sí. Y un actor principal por los que los marcianos matarían junto con este otro. Hablando de actores, por cierto, a la doña no la soporto; ya me pasó en Penny Dreadful,  pero como allí hacía de mala malosa, quedaba hasta de parodia. Aquí no hay parodia que valga, y sus pómulos, sus cejas y su histrionismo me resultan cargantes; me gusta, eso sí y sólo, cuando se enfrenta a un hombre. Y a Arthur no lo conocía, pero ha resultado ser mi preferido; no por casualidad su biografía.
Por último, una guinda insuperable. Sin desvelar nada previamente, aquí y aquí. Cien por cien británico.

puta vieja

LA PUTA VIEJA

Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Nunca mis oídos escucharon tales palabras
y nunca, a nadie, yo se las he dicho.
Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja
que ha perdido hace tiempo la cuenta
de las sombras con las que me he acostado,
las camas en que me dejado la espalda
y las sábanas que se han confundido
con mi piel comprada de serpiente,
piel que ha cambiado cada noche
a lo largo y ancho de mi puta vida.
Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Ni ese niño que tuve una noche de luna
y que me miraba a las mañanas
con sus preguntas llenas de legañas.
Nunca aquel niño me dijo te quiero.
Ni en las dulces tardes de cumpleaños
ni en los regalos del domingo, lejos de Montera,
lejos de las esquinas, de las aceras bañadas
de palabras susurradas y de precios negociados.
Me miraba, eso sí, a todas horas.
Me miraba mientras me dormía,
mientras el maquillaje de mi cara
se convertía en una careta de payaso
en la almohada de todos los días.
Esa almohada a la que me abrazo aún,
en la que siento, aún, el calor de un amor
que nunca tuve, que ya nunca tendré.
Soy una puta vieja llena de arrugas,
una puta sin memoria, sin recuerdos,
una puta sin pasado siquiera.
Los golpes de tantas palizas calladas,
los vómitos de tantas bocas borrachas,
los jadeos inventados y aquellos pocos
que me salieron de lo más hondo del alma,
todo eso lo he olvidado. Nunca. Las putas
no podemos permitirnos el lujo del pasado.
Y las putas viejas ni siquiera el del futuro.
Vamos recogiendo de las aceras las colillas
de carmín que van tirando las más jóvenes,
a medio fumar, a medio beber, a medio hablar.
Vamos recogiendo los clientes que rechazan
y con ellos llenamos las horas muertas,
estas inútiles horas entre esquinas y zaguanes.
Nadie, nunca, me dijo te quiero.
Me moriré cualquier día, cualquier noche.
Me moriré sola. Sola como he vivido.
Y nunca nadie me habrá dicho te quiero.
Nunca nadie habrá recordado mi verdadero
nombre al levantarse por la mañana,
con esa jaqueca absurda que dicen que es el amor,
esa droga que te recorre las sonrisas
y que te hace cantar canciones infantiles
mientras tus pies marcan el ritmo de los minutos.
Nadie nunca me habrá cogido una mano
y se la habrá acercado a los labios
con el solo deseo de sentir una mano,
unos dedos, un carmín colgado al final
de los brazos, de los pechos, de esa sombra
que se vuelve una ante el abrazo.
Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Nadie se ha acercado al balcón de mis ojos
tan solo para sentirse reflejado
por un segundo, por una décima de segundo.
Reflejado en el espejo de mis ojos.
Billetes en la mesilla de noche, sí,
alguna que otra caricia perdida,
alguna que otra caricia de recluta virgen…
Pero nadie nunca me ha dicho te quiero.
Y la noche es larga. Y fría y larga.
Y silenciosa. Y solitaria y aburrida. Y larga.
Ya nadie se atreve a decirle a una puta vieja
te quiero.
Me llevaré a la tumba mis caricias vírgenes,
mis palabras de amor, mis promesas
y mis mentiras, las de todas las noches,
todas ellas vírgenes, todas inmaculadas,
todas aún con el papel de fiesta
y con la risa nerviosa de los cumpleaños,
de esa que es siempre la primera vez.
Nadie me ha dicho nunca te quiero.
Nadie. Nunca. Ni en sueños siquiera,
ni en los pocos sueños infantiles que recuerdo.
Pero, y eso sí que me lo ha dicho muchas veces
mi hijo –y en eso sí que le doy la razón:
¿A quién le importan las lágrimas de una puta vieja?
¿A quién sus lamentos y reproches?
Muero en una cama, sola, sin nadie
velando mis últimos suspiros.
Muero en una casa sin persianas ni velos,
viendo cómo los segundos son cada vez
más lentos, más y más lentos,
y cada vez me cuesta más respirar
y mantener abiertos estos ojos grises.
Y así, en el último suspiro,
bien puedo estar segura, ahora sí,
que nadie, nunca, me dijo te quiero.

José Manuel Lucía Mejías