camas deshechas en mitad de una noche ventosa

La noche, de pronto, se ha vuelto sibilante; las persianas tabletean y la casa cruje desde entrañas desconocidas hasta ahora. Me acompaña Cristina con su fino humor, fino descreimiento, fina esperanza.

La súbita bondad de los extraños

–Me reconocerás porque parezco una cama deshecha.
(Sean Connery a Michelle Pfeiffer en La casa rusia)

A pesar de todas las medidas
tomadas contra la dulzura
–como podrían ser no maquillarse,
coger un autobús cada mañana
o ver televisión todas las noches–,
una tarde de febrero, alguien,
suavemente apoyado en el quicio de mi puerta
pisando un territorio en calma,
logró pasar sus dedos por mi frente.
Si él hubiera intentado la seducción o el golpe
ni siquiera me habrían temblado las rodillas;
pero sólo tocó mi pelo y mis hombros
como en una cama recién hecha,
deteniéndose en el frescor
del tejido, en la precisión del pliegue.
Y todo aquello que creí perdido
incluso en mi memoria, y me impedía dormir,
parece desde entonces leve,
prescindible.

Trazas líneas

Trazas líneas
imaginarias,
sobre todo en los primeros años,
cuando empiezas a tomar decisiones
“por ahí no paso” dices,
pero la verdad es que siempre terminas pasando.
Trazas líneas que luego saltas como rayuelas vitales.
Cada línea es más tenue
y más leve el intervalo
en el que te lamentas
de haberte traicionado.

Algunas de esas líneas cruzadas no son del todo malas
te vuelven tolerante,
aprendes a ver resignación o dolor
donde creías incapacidad,
la gente te considera libre,
te adoran, porque
se te acabaron los celos,
no te apremia la ansiedad por construir nada
con nadie.

Pero algunas otras de esas líneas cruzadas
entran como parásitos y dejan dentro su prole
para siempre.
Recuerdas cómo y por qué las cruzaste
y las consecuencias que llevaron:
están en tu cabeza mientras te duchas,
mientras comes, si duermes
sueñas con ellas: el premio dado con enchufe
la mentira en el juicio,
el insulto al padre,
son tuyos
como tus ojos y tu pelo;
y también en ellos trazas líneas
al peinar, al maquillar
cada mañana los límites caídos.

Cristina Morano

ver partir a Sora

Me llega de mano amiga Basho y sus Sendas de Oku, en  traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya. Como hace unos días con Mark Strand, no puedo sino reconocer mi ignorancia; también, como me ocurrió con el canadiense estadounidense, tardo poco en vislumbrar la magnitud. Iré dejando a Basho por el cuaderno a modo de paradas de viaje, valga la analogía con su libro. Mientras escribo esto pienso que algo de Mark me evoca a la poesía japonesa antigua; no es de extrañar que casi al tiempo descubra a Octavio Paz como traductor del contemporáneo también.
Cuanta más poesía estudio, más evidencia de mi cultura lacustre tengo, que decía aquel.
Sora, valga como apunte, era su discípulo y acompañante en el viaje.


A Sora se le ocurrió enfermarse del vientre. Tiene un pariente en Nagashima en la provincia de Ise, y decidió adelantarse. Al partir me dejó este poema:

Ando y ando.
Si he de caer, que sea
entre los tréboles.

La pena del que ya se va y la tristeza del que se queda son como la pareja de gaviotas que, separadas, se pierden en la altura. Yo también escribí un poema:

Hoy el rocío
borrará lo escrito
en mi sombrero  (*)


(*) Los peregrinos budistas llevaban ropas blancas y sombrero de paja. En el sombrero, una inscripción decía: “Somos dos”, alusión al Santo Kobo Daishi. Basho alude aquí no al santo sino a Sora. Rocío: lágrimas.

En el mismo libro al que hago referencia aparece esta reseña biográfica del propio Octavio que también aporto, no tanto porque no se puedan encontrar fácilmente los datos, sino por la belleza del texto. Análogamente con la imagen del mapa del viaje.

VIDA DE MATSUO BASHO

Matsuo Basho (o a la occidental: Basho Matsúo) nació en 1644, en Ueno. Basho fue su último nombre literario; Kinkasu fue su nombre de nacimiento. Su padre era un samurai de escasos recursos al servicio de la poderosa familia Todo. A los nueve años Basho fue enviado a casa de sus señores, como paje de Yoshitada, el heredero de los Todo; el joven Yoshitada era apenas dos años mayor que Basho, de modo que pronto los unió una estrecha amistad, originada y fortalecida por su común afición a la poesía. Los dos muchachos estudiaron el arte de la poesía con Kitamura Kigin (1624-1703), discípulo de Teitoku y él mismo poeta de distinción. Se conservan poemas de esa época firmados por Sengin y Sobo, nombres literarios del joven señor y de su paje y amigo. Sengin muere en 1666 y Basho, apenado por esta muerte prematura, pide separarse del servicio de la familia; rechazan su petición y el poeta huye a Kyoto. Nuevos estudios de poesía y caligrafía; lectura de los clásicos chinos y japoneses; amores con Juteini, aunque poco se sabe de este episodio y casi nada sobre ella. En 1672 Basho se instala en Edo (Tokio). En 1675 conoce al poeta Soin y durante algún tiempo es miembro de su escuela poética (Danrin). Cambia su nombre literario por el de Tosei y su lenguaje poético por uno más fluido y menos literario. Publica varias antologías. Ya libre de influencias, crea poco a poco una nueva poesía y pronto lo rodean discípulos y admiradores. Pero la literatura es también y sobre todo experiencia interior; intensa búsqueda, años de meditación y aprendizaje bajo la dirección del maestro de Zen, el monje Buccho (1643-1715). Uno de sus admiradores, Sampu, hombre acomodado, le regala una pequeña casa cerca del río Sumida, en 1680. Ese mismo año otro de sus discípulos le ofrece, como presente, una planta de banano (Basho). La planta da nombre a la ermita y luego al poeta mismo. Período de meditación y de lenta conquista, contra angustia psíquica y males del cuerpo, de una siempre precaria serenidad. Su influencia crece, lo mismo que el renombre de sus libros y de las antologías que publica con sus discípulos. Kikaku, Sora, Sampu, Boncho, Kyori, Joso, Ransetsu… Viajes, solo o acompañado; viajes a pie como un monje pero asimismo como un extraño “sembrador de poesía”. En 1683 publica su primer diario de viaje; en 1687 escribe un relato de su excursión al santuario de Kashima y un poco después emprende una nueva y larga excursión de once meses, origen del tercer y cuarto diario. En 1689 se inicia la peregrinación que relata Oku no Hosomichi. Basho tenía cuarenta y cinco años y el viaje duró dos años y medio, aunque el texto tiene por materia sólo los seis primeros meses. Para darse cuenta de lo que significó esa expedición debe señalarse que para los japoneses del siglo XX esa región es considerada todavía como un país remoto y abrupto. En 1691 Basho regresa a Edo. Nuevas ermitas: Choza de la Visión, Cabaña de la Anonimidad…En 1694, otra excursión, ahora a Nara y Osaka. En esta última ciudad cae enfermo, en el curso de una comida en casa de Ono, su discípula; sus amigos lo transportan a casa de un florista, donde muere, el 12 de octubre. Está enterrado en Otsu, a la orilla del lago Biwa.