Hace ya tiempo puse un ejemplo: no siempre me gusta, me convence un poema,
pero sí algunas partes de él. Ayer me encontré este, guardado desde hace tiempo
en el depósito de los futuros; lo usaré como ejemplo para otra caso, similar
pero contrario al anterior: el de cuando un poema te gusta pero te encantaría
que el autor hubiera suprimido o cambiado alguna pequeña porción de él, porque
para el criterio de uno, no está a la altura. Lo contaba ayer también respecto
al cine. José Luis presenta una pieza que me encanta, y por eso estaba en ese
cajón esperando su turno desde hace tiempo. Sin embargo, ay, la última estrofa,
los últimos cuatro versos...
En cualquier caso, un asunto
maravilloso el que plantea este señor; irresoluto, por cierto.
Esta es la página
del señor Piquero. Ah, y una cosa más: precioso ver los ecos, varios decenios después, de don Jaime en tantos versos.
Don Juan en el jardín
La mitad de las chicas con
las que me he acostado eran lesbianas.
He querido a
mujeres con las que días antes no me hubiera atrevido ni
a soñar.
No sé, les atraía
mi aspecto de
vampiro que bebe la sangre entre sus piernas,
de adolescente
enfermo que mira fijamente,
tiene oscuras
costumbres y el pulso tembloroso.
Yo no era un gran
amante pero eso no importaba.
A menudo,
en mitad de una
noche de copas o de hogueras
o en mañanas
inmensas en que nadie parece querer irse a comer,
he sabido de pronto
que los dos a la vez descorremos el velo.
Era siempre una
amiga
y añadiré que tengo
una fe inquebrantable en las ventajas de la asi-
duidad.
(Porque en ojos
abiertos como libros
tiene gracia leer
también, mientras su mano
cruza el mantel del
mundo hacia mi mano).
De cualquier forma,
uno no sabe nunca cómo ha ocurrido todo,
cuáles son las
razones que la animan a ella y eso de la ocasión que pro-
sigue al deseo,
y he llegado a mi
casa muchas noches oliéndome aún incrédulo las
manos y los labios.
Pienso en cuartos
prestados, mientras enero empaña los cristales,
y un lugar junto a
un río y un portal de paredes desconchadas en
Palacio Valdés,
un libro dedicado y
una nota furtiva entre los dedos,
los sonetos y el
humo de las noches
y la peca
estratégica y el adorno del vello en vientres blancos, blancos:
escenarios,
reliquias que atesoro con la codicia de un ladrón de
espejos,
diciéndome a mí
mismo -y es mentira-
que nunca abarataba
todos aquellos besos que en el fondo jamás he
merecido.
Las mujeres
(haciéndonos regalos),
qué extrañas las
mujeres.
Incluso si miramos
atrás, a donde pacen
como sanos corderos
los primeros recuerdos de las niñas.
Olían siempre bien,
te gustaban sus juegos con canciones y sus cabe-
zas juntas
contándose quién sabe.
Hay un jardín de
niñas en la memoria de todos nosotros; simple-
mente
nosotros no
teníamos un maldito jardín sino un patio con grava
y porterías,
y de ahí ser
brutales y levantar las faldas de las chicas de 8º y escu-
pir en el suelo
mientras las niñas corren.
Luego pasan los
años de mal entendimiento y palabras difíciles;
las chicas nos
enseñan lo que saben
y nosotros creemos
que ya hemos ocupado su jardín.
Nos han dejado
entrar pero no es nuestro.
Se desnudan delante
de nosotros, respiramos su olor y dejamos en
ellas la alegre
convulsión del perro amaestrado,
pero volvemos solos
a ese patio con grava donde nosotros no somos
mujeres.
A dos velas,
heridos de tener todo y nada.
Y por eso
quisiera ser mujer
en alguna otra vida o en un sueño posible y
aprender el secreto.
No sé por qué se
acuestan con los hombres
-se tienen a sí
mismas- si después
tan sólo nos
instruyen en lo más evidente.
Aunque luego -lo
admito- yo mismo me he acostado con unos
cuantos hombres,
y he recordado
siempre lo que aprendí con ellas:
presta mucha
atención
a las cosas
pequeñas que adornan cualquier cuerpo
e, igual que en
casa, cómetelo todo.
José Luis Piquero