Es brillante Bárbara. Me gusta su
forma de escribir, donde no se escatima el coloquialismo puritanamente incorrecto
y donde se nada todo el rato en un agua culta, formada. Hay esperanza para la
raza blanca.
Mentía Jean Paul Sartre
cuando decía que lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra. Porque es
exactamente al contrario: no existe generador de pereza más grande que la
bondad, por previsible. Al menos, en ese suspenso de la realidad tan
conveniente que nos proporciona la ficción, lo otro ya es otra historia más
laberíntica. Pero de este lado el hecho es incontestable: los hijos de puta no
solo nos divierten, nos caen bien. No hace falta una disección muy profunda
para constatarlo, basta con un repaso a quiénes acaban concitando nuestras
simpatías en el panorama audiovisual: criminales, usureros, mendaces, viciosos,
crispados, corruptos, machistas y una miríada de atributos que a buen seguro no
mencionaríamos si cualquier perito del diván nos solicitara una relación de
cualidades exigibles a nuestro arquetipo ideal. No pidamos las sales, que en
esta idolatría por el capullo compartimos asiento todos, aunque cumplamos con
Hacienda o exudemos bondad deteniéndonos con cada profesional solidario que nos
reclama atención o firma en la puerta de un gran almacén.
La literatura lleva siglos
regalándonos este retorcimiento de nuestros esquemas morales, conminándonos no
solo a empatizar sino a simpatizar —el matiz
es importante— con el malvado, con quien
tiene conductas que exceden los límites socialmente establecidos. Ya decía André Gide
que con buenos sentimientos no se hace buena literatura, y en el personal ranking
de afectos de cada cual a buen seguro figurarán unos cuantos personajes
frívolos, absurdos, faltos de escrúpulos o directamente malvados. Rellenen
ustedes los espacios a placer, porque la malevolencia desborda las estanterías:
desde el Juan Pablo Castel de Sábato, al Anton Chigurh de
McCarthy,
el Long John Silver de Stevenson, pasando por las sibilinas féminas
shakesperianas.
En los últimos diez años, la
televisión ha experimentado ese fenómeno de maduración que consiste en
pulverizar el ajado esquema del maniqueísmo del héroe y el villano para
sentarnos ante un panorama mucho más repleto de sombras en el que,
curiosamente, acabamos irremediablemente escogiendo umbría. Ahí están Tony
Soprano, Walter White, Vic Mackey o Dexter Morgan. Con algunos hemos tomado su
mano en el proceso de corrupción moral, a otros empezamos a venerarles con el
alma ya emponzoñada; pero con todos disfrutamos como gorrinos en la charca de
su maldad. Sin ser nosotros nada de eso, claro.
Por si nuestras ansias de
entretenimiento nos empujan hacia el temido menester de reflexionar, la
psicología lleva tiempo indagando en esta tendencia que compartimos todos los
ciudadanos de bien. ¿Por qué esta predilección por el hijo de puta? ¿Por qué
tenemos la certeza de que compartiríamos whisky con Al Swearengen y no
con Seth Bullock, al que a pesar de su proverbial físico e impecable sentido
del honor le acabaría tocando la factura de las fantas? Acierta quien se
malicie que no hay veredicto unívoco. La buena noticia es que la bandada de
respuestas es tan amplia que resulta imposible no dar con aquella que nos
conforte y haga sentir que, efectivamente, seguimos siendo buena gente a pesar
de todo. Porque al final solo hablamos de ficción, ¿verdad?
Completo, aquí.