HENOS AQUÍ de nuevo en Navidad.
Ya sé que nuestra manera de dividir el tiempo es una convención, pero eso no me
evita sentir un creciente agobio cada vez que nos damos de bruces con estas
fechas. El tiempo es la mayor riqueza de la que disponemos, un recurso que
solemos dilapidar sin darnos cuenta de lo escaso que es. Malgastamos el tiempo
cuando queremos que pase muy deprisa, cuando quemamos los días para poder
alcanzar cuanto antes una fecha (las vacaciones, el regreso del ser amado, el
final de un tratamiento médico); y directamente arrojamos nuestra existencia
por la borda cuando nos aburrimos. ¿Cómo puede uno permitirse el aburrimiento?
El solo hecho de vivir es un portento.
Pero lo más difícil de todo es
digerir lo que el tiempo te hace. O más bien lo que te deshace. Decía Oscar
Wilde, que tiene frases célebres para casi cualquier ocasión, que lo peor de
envejecer es que no se envejece; es decir, que por dentro sigues siendo el
mismo, de manera que cada vez hay un conflicto mayor con ese cuerpo
irreconocible que se derrumba. Si en mi interior aún tengo 20 años, ¿por qué me
mira ese estúpido carcamal desde el espejo? Pero no es sólo la disociación
entre mente y carne: también es la larga cola de pasado que empiezas a
arrastrar a tus espaldas, como el polvo estelar de un viejo cometa. Un ejemplo:
en los Nuevos Ministerios de Madrid hay una sala de exposiciones en donde ahora
hay una muestra sobre los 40 años de la Constitución. Pues bien, pasé por allí
el otro día y de pronto me asaltó la pedrada de un recuerdo: en ese mismo
espacio vi de niña la exposición de los 25 años de paz, un invento
propagandístico del franquismo. El súbito brote de memoria me dejó anonadada y
enterrada bajo un alud de tiempo y de sucesos. Sí, Wilde tenía razón, envejecer
conlleva un extrañamiento de ti mismo. Estoy revisando antiguas entrevistas
mías para reunirlas en un libro, lo cual me está poniendo de los nervios,
porque no hago más que tropezarme con la joven que fui. Hablé con Tina Turner,
por ejemplo, y recuerdo lo maravillada que volví. La encontré guapísima y
escultural pese a lo vieja que era, y así se lo comenté con admirado entusiasmo
a mis amigos. Ahora, al leer el texto, compruebo que por entonces Turner
acababa de cumplir 50 años, y una gota de sudor helado me baja por el cuello.
Hoy aquella vieja casi me parece una pipiola. La buena noticia es que sin duda
es cierto que la sensibilidad con respecto a la edad ha cambiado muchísimo en
las últimas décadas. Yo pensaba que el tópico de que los 50 de hoy son los 30
de antaño era una exageración consoladora, pero la lectura de estas entrevistas
parece confirmarlo. Muchos de los personajes a los que abordé estaban en la
travesía de los 50 y se manifestaban
sorprendentemente hundidos en la
senectud, como si la presión social los forzara a ser viejos. Por ejemplo, un
melancólico Yves Montand, con 56, se lamentaba de los millones de neuronas que
perdía cada día; y Luis Miguel Dominguín, con 52, me recibía metido en la cama,
disfrazando de cinismo su depresión y hablando desde el más allá de la vida,
como si fuera un anciano. Con todo, la entrevista más espeluznante es la que le
hice al director de cine Marco Ferreri, que era un hombre bamboleante y
apático, un viejo sin paliativos. En un momento de la charla me espetó: “Tú
quieres escribir, quieres ser feliz…; tú lo quieres todo”. “Claro”, contesté.
“Eso es imposible. Los tiempos son tan cortos…, ¿qué edad tienes?”, preguntó. Y
la conversación, horror vertiginoso, siguió así: “27”. “Y yo 50. A los 50 años
no se cree en la felicidad; a los 27, sí (…). A los 50, por muy bien que te
vaya, sólo te quedan 20 años de vida”. Y, en efecto, Ferreri falleció 19 años
más tarde (a una edad a la que yo casi he llegado). Hoy pienso en aquel hombre
que acababa de cumplir 50 pero que se había dado por derrotado, y me recuerdo a
mí misma con la arrogancia que la inmortalidad de mis 27 años me confería,
mientras siento silbar, atronador, el huracán del tiempo en mis oídos. En fin.
Disfrutemos el hoy. Felices Fiestas.
Rosa Montero