la forja de los corazones de hojalata

No sirves para nada

Fui un mísero afligido desde mi mocedad,
siempre lleno de espanto, lleno de tristeza…
(Salm., 88, 16)

Cuando yo era pequeño
estaba siempre triste
y mi padre decía
mirándome y moviendo
la cabeza: hijo mío
no sirves para nada.

Después me fui a la escuela
con pan y con adioses
pero me acompañaba
la tristeza. El maestro
graznó: pequeño niño
no sirves para nada.

Vino luego la guerra
la muerte-yo la vi-
y cuando hubo pasado
y todos la olvidaron
yo triste seguí oyendo:
no sirves para nada.

Y cuando me pusieron
los pantalones largos
la tristeza en seguida
mudó de pantalones.
Mis amigos dijeron:
no sirves para nada.
En la calle, en las aulas,
odiando y aprendiendo
la injusticia y sus leyes,
me perseguía siempre
la triste cantinela:
no sirves para nada.

De tristeza en tristeza
caí por los peldaños
de la vida. Y un día
la muchacha que amo
me dijo y era alegre:
no sirves para nada.

Ahora vivo con ella
voy limpio y bien peinado.
Tenemos una niña
a la que a veces digo
también con alegría:
no sirves para nada.

Un abrigo alejándose

Él huye. Escapa en el otoño
antes de que las hojas cubran ciertos días
para así recordar lo que fue suyo
lo que ahora va a perder -y bien lo sabe-
porque el duelo más grande
el mal peor es ver
ver sin remedio
un abrigo alejándose y un rostro
que se esfuma
en el andén: tristeza en unos ojos
hoy todavía en él y él dentro de ellos.
En la neblina de la gran ciudad
hay antiguos hoteles y espejos y almohadones
pero el que huyó prefiere los gritos del mercado
y sorteando muchachas y carritos y ofertas
apacigua su loco deseo de volver.
Día a día los ruidos
de calles y de bares y de salas de fiesta
le empujan desde el alba hasta la cama
en un barrio que teme y desea a la vez.
Entonces se sumerge entre papeles
come y respira aún olor de mayo
duerme y anda y estudia y compra los periódicos
se ducha una vez más porque quisiera
oír por teléfono la voz mientras resbalan
gotas de soledad y jabón sobre su piel.
Todo se lo mostró: y quiso que ella viera
que recordara aquellos días limpios;
el gozo de una vida despertándose
en la contemplación de su propio deseo:
perfume y tacto de la primavera.
No: no es el que ha partido un temeroso
que se sumerge en el aturdimiento
y no puede olvidar.
El débil y cobarde
es su absurdo y gastado corazón de hojalata.

José Agustín Goytisolo