las dietas equilibradas

Que la modernidad se llevó por delante el jazz que a mí me interesa es algo que ya he expuesto en este cuaderno en varias ocasiones. Y si no, pasen y vean.
Hay que pasar hambre y frío, tener a tus ancestros cercanos en los algodonales y con abusos sexuales en la infancia, o tenerlos tú mismo a ser posible, poner el coño en la boca, la heroína en la vena, la noche en la vida, sacramentar los tugurios, beber mas alcohol que agua, fumar hasta alquitranar el corazón. Eso, para empezar. Así que Gregory, al que llevo toda la tarde escuchando, como tantos otros, no llega. Está bien alimentado desde edades tempranas, hizo mucho deporte y se le ve limpio de cabeza: mezcla letal para el jazz. Me gusta que se esfuerza y no es vanidoso ni soberbio. Es de agradecer. De lo de Nina, ni mu. Para qué. Sólo que con el I got life de abajo, viéndola en directo, he llorado a moco.
Gregory toma clases de actuación. Dice que es importante para subirse al escenario. Sigue Gregory, sigue, que vas bien.





la única salida de emergencia o Leila vista por Juan José

Como ya conté el otro día, acabo de descubrir y quedarme automáticamente hipnotizado por Leila. Hoy traigo otra dosis de ella. Juan José la glosa perfectamente:

La trastienda de una india

Leila Guerriero tiene cara de india, ojos de india, cabellera de india… No india de India ni de ningún otro sitio, sino india del espíritu. Una india metafísica, diríamos, en lucha perpetua contra los americanos. Y tampoco hablamos de los americanos de América, sino del arquetipo que se desprende de las películas del Oeste. Los americanos de la india Guerriero son los adjetivos fáciles, los sustantivos obvios, las frases hechas, la sintaxis previsible, el orden gramatical dominante, el orden a secas. Escribe crónicas, perfiles, artículos, escribe libros como Los suicidas del fin del mundo o Una historia sencilla. Sus crónicas y perfiles están recogidas en volúmenes como Frutos extraños y Plano americano.
De Leila Guerriero, sobre todo si eres escritor, resulta difícil leer más de cuatro páginas seguidas porque a la tercera te levantas roído por la ansiedad, diciéndote es esto, era esto. Y te vas al ordenador intentando emular uno de sus comienzos, de sus finales, lo mismo da, pero enseguida vuelves a la cuarta página de su libro como vuelves al cigarrillo, al vino, al Valium, al jarabe para la tos con codeína. Y mientras pasas las páginas lo ves. Era esto, era esto. Para escribir bien, tienes que ser un indio todo el rato, no puedes bajar la guardia frente a las propuestas convenidas de la Lengua. Hay que luchar también contra el oficio, contra la certidumbre, contra el ritmo traidor, contra la melodía pegadiza de las vocales y la armonía fácil de las consonantes. Si te dejas llevar, al poco devienes en un americano, peor aún: en el americano que vende las armas a los indios. Y tú, en todo caso, eres el indio que las compra. Tú eres el apache Gerónimo, tú eres Toro Sentado, tú eres Wilma Mankiller, eres Nube Roja, Cochise, Caballo Salvaje… Como decía aquel otro indio metafísico de Queimada, la película de Gillo Pontecorvo, “si a los ingleses les conviene que viva, es que debo morir”. Leila, para fastidiar al inglés que lleva dentro (todos llevamos uno), perece en cada oración. Escribe cada una de sus frases con la cautela del suicida que sella las ranuras de las puertas del garaje antes de arrancar el motor del coche y comenzar a respirar anhídrido carbónico. Las crónicas de Leila son puro CO2, te matan porque ella se ha muerto antes, escribiéndolas.
Dice Stephen Greenblatt en el prólogo de El Giro que lo que le llamó la atención de la primera lectura de Rerum Natura, el conocido poema de Lucrecio, era que “algo estaba y se movía dentro de las frases”. Tal es exactamente el secreto de la prosa de Guerriero: que algo está y se mueve dentro de sus frases. Significa que cada oración, con independencia de lo que diga acerca de la peripecia que describe, nos dice también algo de sí misma, algo del drama gramatical que se desarrolla en sus entrañas.
Y bien, venía todo a cuento de que Círculo de Tiza acaba de publicar Zona deobras, un libro en el que Guerriero reúne un conjunto de textos en los que reflexiona sobre el oficio de escribir. He dicho “reflexiona”, pero lo que hace es “contar”. En realidad cuenta y reflexiona a la vez porque sus reflexiones resultan narrativas, y sus narraciones, reflexivas. Gracias a esa amalgama, alcanza el equilibrio necesario entre la acción y el pensamiento. Ahí vemos cómo se enfrentó a un reportaje, cómo preparó un perfil, cómo son las lecturas que la ponen en marcha, qué trabajos propone a los alumnos del taller que imparte en su casa de Buenos Aires… En resumen, muestra su cocina proporcionando al lector un curso acelerado de escritura creativa. De escritura creativa periodística, añadimos, ya que Guerriero no escribe ficción, nunca ha pretendido hacerlo.
¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe? Tales son las preguntas a las que va respondiendo a lo largo del libro, lo que es tanto como invitarte a visitar su trastienda. Los textos de este libro se parecen a esos relojes con la carcasa de cristal, de modo que, al tiempo de darte la hora, te muestran el mecanismo que lo hace posible. Igual que los investigadores han logrado, por manipulación genética, fabricar ratones transparentes, Guerriero ha conseguido mostrarnos los engranajes de sus historias. Zona de obras es, en fin, simultáneamente, una poética, un libro de relatos y una sucesión de acercamientos al proceso creativo. Por ello mismo, es también un libro de misterio, una pesquisa detectivesca sobre la necesidad de narrar. En otras palabras: sobre la necesidad de leer.

Juan José Millás

Y esta que sigue es su columna de este miércoles pasado, donde nuestra referenciada no hace sino cumplir punto por punto lo descrito por Millás:

Sin salida

Éramos como dos samuráis ofreciéndonos el cuello el uno al otro, por ver quién cortaba primero. Yo no tenía 20 y él, entonces, 40. Le debía respeto, era mi padre, pero hacía rato que yo no usaba esas convenciones. Era verano, yo estaba en el pueblo en el que nací, y no sé por qué discutimos aquel día. Nunca gritábamos, solo nos mirábamos de un modo en que yo jamás he mirado a nadie y él, supongo, solo a gente a la que ha querido matar. Lo dejé de pie en la cocina, tomé las llaves del auto, me subí y di marcha atrás para sacarlo del garaje chirriando, como en una mala película. Era un Torino, un auto de fabricación nacional, una bestia repleta de motor y caballos de fuerzas. Salí de la ciudad rumbo a la ruta, sin plan. Solo quería hacer algo, mover algo en el mundo. Escuchaba a todo volumen a Los Redonditos de Ricota, una banda que era mi Biblia, cuando se reventó un neumático. Venía un camión de frente. Frené como me había enseñado mi padre —mi padre— con la palanca de cambios, y terminé en la banquina, a metros de un canal. Usaba —uno no olvida esas cosas— un vestido floreado y alpargatas. Bajé. Me obligué a detener el beat de mi corazón. Abrí el baúl, saqué las balizas, la llave cruz, el gato, la rueda de auxilio. Unos nenes que estaban pescando se acercaron a ayudarme. Les dije que no hacía falta. Cambié el neumático, ajusté las tuercas, quité el gato, volví a ajustar las tuercas un poco más. Todavía con el recuerdo del auto removiéndose como un pez demasiado grande fuera de control, subí, lo puse en marcha, volví a la ruta. Y regresé a mi pueblo, despacio. “La ciudad siempre es la misma —decía Kavafis—. Otra no busques / —no la hay—, / ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. La única salida de emergencia es la que llevamos dentro. Al menos, lo aprendí temprano.

Leila Guerriero

Y por finalizar, por poner el punto en algún lugar porque esta entrada podría ser la entrada sin fin, una suerte de entrada que fuera enlazando un tema con otro y creciera día a día, en una especie de idea totalitaria y casi angustiosa. Por finalizar, decía, Constantino. Casi nada lo suyo. Dejo dos versiones, la de José María Álvarez -la primera- y la de Lázaro Santana obtenida de aquí.

LA CIUDAD

Dices «Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo mis ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí».
No hallarás otra tierra ni otra mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques
           -no hay-,
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.

LA CIUDAD

Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar;
buscaré una ciudad mejor que ésta;
son un fracaso todos mis esfuerzos,
y está mi corazón sin vida,
como un cadáver. ¿Hasta cuándo
entre estas sombras vagará mi espíritu?
Adonde vuelvo los ojos sólo veo
las ruinas de mi vida, tantos años
que aquí pasé, perdí y destruí.”

No hallarás otras tierras ni otros mares.
La ciudad irá contigo a donde vayas.
Errarás por las mismas calles; en los mismos
suburbios y en las mismas
casas, irás envejeciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para
otro sitio -es inútil que aguardes-
no hay barco ni hay camino para ti.
Al arruinar tu vida en esta angosta
esquina de la tierra, en todo
el mundo la destruiste.