Como ya conté el otro día, acabo
de descubrir y quedarme automáticamente hipnotizado por Leila. Hoy traigo otra
dosis de ella. Juan José la glosa perfectamente:
La
trastienda de una india
Leila
Guerriero tiene cara de india, ojos de india, cabellera de
india… No india de India ni de ningún otro sitio, sino india del espíritu. Una
india metafísica, diríamos, en lucha perpetua contra los americanos. Y tampoco
hablamos de los americanos de América, sino del arquetipo que se desprende de
las películas del Oeste. Los americanos de la india Guerriero son los adjetivos
fáciles, los sustantivos obvios, las frases hechas, la sintaxis previsible, el
orden gramatical dominante, el orden a secas. Escribe crónicas, perfiles,
artículos, escribe libros como Los suicidas del fin del mundo o Una historia sencilla.
Sus crónicas y perfiles están recogidas en volúmenes como Frutos extraños y Plano americano.
De Leila Guerriero, sobre todo si
eres escritor, resulta difícil leer más de cuatro páginas seguidas porque a la
tercera te levantas roído por la ansiedad, diciéndote es esto, era esto. Y te
vas al ordenador intentando emular uno de sus comienzos, de sus finales, lo
mismo da, pero enseguida vuelves a la cuarta página de su libro como vuelves al
cigarrillo, al vino, al Valium, al jarabe para la tos con codeína. Y mientras
pasas las páginas lo ves. Era esto, era esto. Para escribir bien, tienes que
ser un indio todo el rato, no puedes bajar la guardia frente a las propuestas
convenidas de la Lengua. Hay que luchar también contra el oficio, contra la
certidumbre, contra el ritmo traidor, contra la melodía pegadiza de las vocales
y la armonía fácil de las consonantes. Si te dejas llevar, al poco devienes en
un americano, peor aún: en el americano que vende las armas a los indios. Y tú,
en todo caso, eres el indio que las compra. Tú eres el apache Gerónimo, tú eres
Toro Sentado, tú eres Wilma Mankiller, eres Nube Roja, Cochise, Caballo
Salvaje… Como decía aquel otro indio metafísico de Queimada, la
película de Gillo Pontecorvo, “si a los ingleses les conviene que viva, es que
debo morir”. Leila, para fastidiar al inglés que lleva dentro (todos llevamos
uno), perece en cada oración. Escribe cada una de sus frases con la cautela del
suicida que sella las ranuras de las puertas del garaje antes de arrancar el
motor del coche y comenzar a respirar anhídrido carbónico. Las crónicas de
Leila son puro CO2, te matan porque ella se ha muerto antes, escribiéndolas.
Dice Stephen Greenblatt en el
prólogo de El Giro que lo que le llamó la atención de la
primera lectura de Rerum Natura, el
conocido poema de Lucrecio, era que “algo estaba y se movía dentro de las
frases”. Tal es exactamente el secreto de la prosa de Guerriero: que algo está
y se mueve dentro de sus frases. Significa que cada oración, con independencia
de lo que diga acerca de la peripecia que describe, nos dice también algo de sí
misma, algo del drama gramatical que se desarrolla en sus entrañas.
Y bien, venía todo a cuento de
que Círculo de
Tiza acaba de publicar Zona deobras, un libro en el que Guerriero reúne
un conjunto de textos en los que reflexiona sobre el oficio de escribir. He
dicho “reflexiona”, pero lo que hace es “contar”. En realidad cuenta y
reflexiona a la vez porque sus reflexiones resultan narrativas, y sus
narraciones, reflexivas. Gracias a esa amalgama, alcanza el equilibrio
necesario entre la acción y el pensamiento. Ahí vemos cómo se enfrentó a un
reportaje, cómo preparó un perfil, cómo son las lecturas que la ponen en
marcha, qué trabajos propone a los alumnos del taller que imparte en su casa de
Buenos Aires… En resumen, muestra su cocina proporcionando al lector un curso
acelerado de escritura creativa. De escritura creativa periodística, añadimos,
ya que Guerriero no escribe ficción, nunca ha pretendido hacerlo.
¿Para qué se escribe, por qué se
escribe, cómo se escribe? Tales son las preguntas a las que va respondiendo a
lo largo del libro, lo que es tanto como invitarte a visitar su trastienda. Los
textos de este libro se parecen a esos relojes con la carcasa de cristal, de
modo que, al tiempo de darte la hora, te muestran el mecanismo que lo hace
posible. Igual que los investigadores han logrado, por manipulación genética,
fabricar ratones transparentes, Guerriero ha conseguido mostrarnos los
engranajes de sus historias. Zona de obras es, en fin, simultáneamente, una
poética, un libro de relatos y una sucesión de acercamientos al proceso
creativo. Por ello mismo, es también un libro de misterio, una pesquisa
detectivesca sobre la necesidad de narrar. En otras palabras: sobre la
necesidad de leer.
Juan José Millás
Y esta que sigue es su columna de
este miércoles pasado, donde nuestra referenciada no hace sino cumplir punto por
punto lo descrito por Millás:
Sin salida
Éramos como dos samuráis
ofreciéndonos el cuello el uno al otro, por ver quién cortaba primero. Yo no
tenía 20 y él, entonces, 40. Le debía respeto, era mi padre, pero hacía rato
que yo no usaba esas convenciones. Era verano, yo estaba en el pueblo en el que
nací, y no sé por qué discutimos aquel día. Nunca gritábamos, solo nos
mirábamos de un modo en que yo jamás he mirado a nadie y él, supongo, solo a
gente a la que ha querido matar. Lo dejé de pie en la cocina, tomé las llaves
del auto, me subí y di marcha atrás para sacarlo del garaje chirriando, como en
una mala película. Era un Torino, un auto de fabricación nacional, una bestia
repleta de motor y caballos de fuerzas. Salí de la ciudad rumbo a la ruta, sin
plan. Solo quería hacer algo, mover algo en el mundo. Escuchaba a todo volumen
a Los Redonditos de Ricota, una banda que era mi Biblia, cuando se reventó un
neumático. Venía un camión de frente. Frené como me había enseñado mi padre —mi
padre— con la palanca de cambios, y terminé en la banquina, a metros de un
canal. Usaba —uno no olvida esas cosas— un vestido floreado y alpargatas. Bajé.
Me obligué a detener el beat de mi corazón. Abrí el baúl,
saqué las balizas, la llave cruz, el gato, la rueda de auxilio. Unos nenes que
estaban pescando se acercaron a ayudarme. Les dije que no hacía falta. Cambié
el neumático, ajusté las tuercas, quité el gato, volví a ajustar las tuercas un
poco más. Todavía con el recuerdo del auto removiéndose como un pez demasiado
grande fuera de control, subí, lo puse en marcha, volví a la ruta. Y regresé a
mi pueblo, despacio. “La ciudad siempre es la misma —decía Kavafis—. Otra no
busques / —no la hay—, / ni caminos ni barco para ti. / La vida
que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra”. La única salida
de emergencia es la que llevamos dentro. Al menos, lo aprendí temprano.
Leila
Guerriero
Y
por finalizar, por poner el punto en algún lugar porque esta entrada podría ser
la entrada sin fin, una suerte de entrada que fuera enlazando un tema con otro
y creciera día a día, en una especie de idea totalitaria y casi angustiosa. Por
finalizar, decía, Constantino. Casi nada lo suyo. Dejo dos versiones, la de
José María Álvarez -la primera- y la de Lázaro Santana obtenida de aquí.
LA
CIUDAD
Dices
«Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza
hallaré.
Pues
cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y
muere mi corazón
lo
mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde
vuelvo mis ojos sólo veo
las
oscuras ruinas de mi vida
y
los muchos años que aquí pasé o destruí».
No
hallarás otra tierra ni otra mar.
La
ciudad irá en ti siempre. Volverás
a
las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en
la misma casa encanecerás.
Pues
la ciudad siempre es la misma. Otra no busques
-no hay-,
ni
caminos ni barco para ti.
La
vida que aquí perdiste
la
has destruido en toda la tierra.
LA
CIUDAD
Dijiste:
“Iré a otra tierra, iré a otro mar;
buscaré
una ciudad mejor que ésta;
son
un fracaso todos mis esfuerzos,
y
está mi corazón sin vida,
como
un cadáver. ¿Hasta cuándo
entre
estas sombras vagará mi espíritu?
Adonde
vuelvo los ojos sólo veo
las
ruinas de mi vida, tantos años
que
aquí pasé, perdí y destruí.”
No
hallarás otras tierras ni otros mares.
La
ciudad irá contigo a donde vayas.
Errarás
por las mismas calles; en los mismos
suburbios
y en las mismas
casas,
irás envejeciendo.
Siempre
llegarás a esta ciudad. Para
otro
sitio -es inútil que aguardes-
no
hay barco ni hay camino para ti.
Al
arruinar tu vida en esta angosta
esquina
de la tierra, en todo
el
mundo la destruiste.