La dejé, consternado, en una esquina a unos cincuenta metros del restaurante. Era una de las primeras noches de octubre, y mientras la veía alejarse en aquella atmósfera ligeramente otoñal, me asaltó una nostalgia indefinida, como la que se siente por todo lo que uno ha deseado una y otra vez, sin llegar a poseerlo nunca. Por algún mecanismo perverso, eso es lo que termina añorándose, más que lo que de verdad se tuvo. El aire de Madrid, en otoño, tendía a producirme trastornos de aquella índole. Quizá porque es la estación en la que la ciudad se muestra más sugeridora, o quizá porque era entonces, en esa época indecisa entre la luz del verano y la desolación del invierno, cuando el adolescente que fui solía imaginar mujeres solitarias que caminaban por calles oscuras, como Chamorro aquella noche. Mujeres a las que, de haber existido y haberme atendido, probablemente no habría sabido qué pedir. Pero ahí estaba el secreto. Vi una película polaca que lo explicaba perfectamente. En ella, una mujer le preguntaba al chaval al que había descubierto espiándola qué era lo que quería de ella: si darle un beso, si acostarse con ella, si qué. El chaval respondía que no quería nada.
Lorenzo Silva. El alquimista impaciente.