Aleksandr tenía 15 añitos cuando escribió la pieza. Para qué esperar más.
La vida de Vladimir tampoco se queda corta. Judío del antiguo imperio ruso -nacido en Kiev en el cambio de siglo- y homosexual reprimido: una combinación perfecta para ser uno de los mejores pianistas de la historia.
ese licor fresa en ese
vaso
Modigliani como tu garganta
nunca
aunque sepa los caminos
llegaré
a ese lugar del que nunca quiera
regresar
una fotografía, quizás
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany
el jukebox
donde late el último Modugno ad
un attimo d'amore che mai piu ritornera...
y quizá todo sea mejor así, esperado
porque al llegar no puedes volver
a Ítaca, lejana y sola, ya no tan sola,
ya paisaje que habitas y usurpas
nunca,
nunca quiero desayunar en Tiffany, nunca
quiero llegar a Ítaca aunque sepa los caminos
EL GUSANO Demos gracias por nuestra pobreza, dijo el tipo vestido con harapos. Lo vi con este ojo: vagaba por un pueblo de casas chatas, hechas de cemento y ladrillos, entre México y Estados Unidos. Demos gracias por nuestra violencia, dijo, aunque sea estéril como un fantasma, aunque a nada nos conduzca, tampoco estos caminos conducen a ninguna parte. Lo vi con este ojo: gesticulaba sobre un fondo rosado que se resistía al negro, ah, los atardeceres de la frontera, leídos y perdidos para siempre. Los atardeceres que envolvieron al padre de Lisa a principios de los cincuenta. Los atardeceres que vieron pasar a Mario Santiago, arriba y abajo, aterido de frío, en el asiento trasero del coche de un contrabandista. Los atardeceres del infinito blanco y del infinito negro. Lo vi con este ojo: parecía un gusano con sombrero de paja y mirada de asesino y viajaba por los pueblos del norte de México como si anduviera perdido, desalojado de la mente, desalojado del sueño grande, el de todos, y sus palabras eran, madre mía, terroríficas. Parecía un gusano con sombrero de paja, ropas blancas y mirada de asesino. Y viajaba como un trompo por los pueblos del norte de México sin atreverse a dar el paso, sin decidirse a bajar al D.F. Lo vi con este ojo ir y venir entre vendedores ambulantes y borrachos, temido, con el verbo desbocado por calles de casas de adobe. Parecía un gusano blanco con un Bali entre los labios o un Delicados sin filtro. Y viajaba de un lado a otro de los sueños, tal que un gusano de tierra, arrastrando su desesperación, comiéndosela. Un gusano blanco con sombrero de paja bajo el sol del norte de México, en las tierras regadas con sangre y palabras mordaces de la frontera, la puerta del Cuerpo que vio Sam Peckinpah, la puerta de la Mente desalojada, el puritito azote, y el maldito gusano blanco allí estaba, con su sombrero de paja y su pitillo colgando del labio inferior, y tenía la misma mirada de asesino de siempre. Lo vi y le dije tengo tres bultos en la cabeza y la ciencia ya no puede hacer nada conmigo. Lo vi y le dije sáquese de mi huella so mamón, la poesía es más valiente que nadie, las tierras regadas con sangre me la pelan, la Mente desalojada apenas si estremece mis sentidos. De estas pesadillas sólo conservaré estas pobres casas, estas calles barridas por el viento y no su mirada de asesino. Parecía un gusano blanco con su sombrero de paja y su pistola automática debajo de la camisa y no paraba de hablar solo o con cualquiera acerca de un poblado que tenía por lo menos dos mil o tres mil años, allá por el norte, cerca de la frontera con los Estados Unidos, un lugar que todavía existía, digamos cuarenta casas, dos cantinas, una tienda de comestibles, un pueblo de vigilantes y asesinos como él mismo, casas de adobe y patios encementados donde los ojos no se despegaban del horizonte (de ese horizonte color carne como la espalda de un moribundo). ¿Y qué esperaban que apareciera por allí?, pregunté. El viento y el polvo, tal vez. Un sueño mínimo pero en el que empeñaban toda su obstinación, toda su voluntad. Parecía un gusano blanco con sombrero de paja y un Delicados colgando del labio inferior. Parecía un chileno de veintidós años entrando en el Café La Habana y observando a una muchacha rubia sentada en el fondo, en la Mente desalojada. Parecían las caminatas a altas horas de la noche de Mario Santiago. En la Mente desalojada. En los espejos encantados. En el huracán del D.F. Los dedos cortados renacían con velocidad sorprendente. Dedos cortados, quebrados,