Rusia y el rapto de Europa

Llevaba tiempo queriendo escribir en este cuaderno crónicas deportivas. Va a ser esta la primera. Ahí vamos:

Ayer volví a ver en TDP la final de la Copa de Europa -me resisto a llamarla de otra forma- del año pasado: CSKA vs Olympiacos. La vi tb el año pasado. Una final para ingresar en cualquier tratado de entrenador, de cómo perder lo ganado y de cómo ganar lo perdido. Una final para hacer de ella un libro de consulta para malos momentos o un libro de consulta para cualquier Iglesia que a uno le dé por fundar. La Iglesia de la Fe inquebrantable, por ejemplo. Aparte de esto, la final, el partido, era tan excitante como ver copular a dos carpas en un estanque versallesco: aburrido y absolutamente decadente.
Final del 1er cuarto: 10-7
Final del 2º cuarto: 34-20
Final del partido: 61-62

El CSKA es un coche de esos que uno se cruza en ocasiones por la autovía, lo adelanta a 125 km/h y, mientras pasa a su interminable lado, se pregunta: ¿qué hace este coche en esta carretera y, sobre todo, qué hace a 120 km/h? El CSKA es ese coche y todos los demás equipos de Europa, todos, son utilitarios o, como mucho, algún deportivo de marca alemana y aspecto macarrilla. El CSKA es un Bentley en Europa pero jugó como un Citroën, como un coche que quiere ser de lujo pero parte de una marca que no lo es. Como una impostura. Porque el equipo ruso tiene motor y talento para arramblar al que se le ponga por delante, pero.
Rusia construye su identidad en una dualidad antagónica: de los zares al proletariado sin solución de continuidad. En medio, claro, cae el romanticismo como una losa para quien lo padece: ¿cómo solventar esa dicotomía irresoluble sin la autolesión? Bien, pues el CSKA posee los mimbres de la mejor estirpe zarista: el lujo, el refinamiento, la grandiosidad; y jugó como un ejército de campesinos aboliendo el capital y tratando de instaurar un nuevo régimen basado en el trabajo y la igualdad. Ya sabemos cómo acaba la historia, que el siglo XX pasó para y por algo.
La crónica de Robert Álvarez del año pasado está aquí, por si queréis consultarla. Y el último y taquicárdico cuarto, aquí, en un primoroso, entusiasta e ininteligible griego.

Todo esto viene a cuento de que esta mañana me desayuno leyendo este artículo donde se habla de las semifinales de Conferencia de la NBA. Ojo, de Conferencia. Y los resultados, y las anotaciones, y las prórrogas, y el jugar hacia adelante me sonrojan. Por si caben dudas, aquí tenéis un resumen del partido de los que juegan con el angelito James contra Chicago. El partido comienza con el susodicho angelito recibiendo su merecido premio al mejor de la temporada regular; sigue con él abriéndole una brecha en el labio a un alma de cántaro vestida de rojo que tuvo la ocurrencia de chocarse con -¿contra?- el laureado y acaba con el de rojo y su labio remendado solventado el marcador porque, puntos de sutura a la mar, vamos a lo que vamos: meter más puntos. Y si no que se lo digan a los viejos rokeros, que acabaron ganando tras dos prórrogas.

Lástima que nuestro viejo continente siga apostando a caballo rancio, o sea, perdedor. El año pasado la final la salvó su desenlace de suspense; me pregunto si este año volveremos a Tarkovski, tan influyente y fundacional como aburrido para estas citas. Pocas esperanzas albergo.