Sherlock, el personaje, no la serie, es el concitador en torno al cual acaba reuniéndose la mayor panoplia de personajes solitarios que uno recuerda en una serie televisiva. No es verdad, no es la mayor, pienso mientras escribo, pero sí de las mayores.
A su alrededor se halla gente con vidas anodinas, con vidas excitantes, con vidas ordenadas, con pasados escabrosos, con pasados insalvables; pero, sobre todo, en Baker Street acaban quienes entienden de una forma implícita el reconocimiento de la soledad, el deambular existencial tratando de tapar el vacío: sirviendo a la Gran Bretaña desde los despachos o desde el frente o desde la calle; disimulando como casera adorable o como esposa fiel pasados de dudosa moralidad; examinando la muerte de cerca para que la vida se aleje. Los personajes principales -no son secundarios: trampa- de la serie, el doctor John Watson, la señora Hudson, Molly Hooper, Mycroft Holmes, Mary Watson y hasta el inspector Lestrade están más solos que la una, como lo está Sherlock. Y sus intérpretes, el elenco actoral, están elegidos como por designio divino. Desde la pareja marciana protagonista hasta el hecho de que uno de los creadores encarne al hermanísimo Mycroft, todo se me antoja inmejorable.
La serie tiene tantos logros, tantos hallazgos, tantos momentos impagables, tanto personaje construido primorosamente, que lo demás, los deslices, los desaciertos, los olvido fácilmente.
Bajo la apariencia de golosina, el Sherlock de la BBC es una de las gastronomías más elaboradas que uno haya visto. Los casos policiales y demás atuendos son eso, atuendos, un vehículo para llegar adonde se dirige el objetivo y para, lógicamente, poder vender el producto.
Si se quiere la vuelta de tuerca completa, averigüen qué pasó entre la pareja protagonista de los Watson durante la última temporada. Quizás a Martin le ayudó a la hora de abordar el dolor de su personaje en esa temporada.
Terminé la cuarta temporada, la última que se ha rodado, y si tuviera que apostar diría que ahí termina la serie.