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LA RUTINA

Soy capitán del cuerpo de bomberos. Corresponde a mis obligaciones apagar los incendios y salvar a las personas que quieren suicidarse. De estas últimas cada vez hay más. Es algo rutinario: recibimos la noticia de que en una dirección determinada alguien tiene la intención de saltar desde una planta alta o, aún con más frecuencia, desde un tejado. Vamos allí. No tenemos problemas para encontrar la dirección: ante el edificio suele apiñarse ya una multitud considerable que mira hacia arriba. Sobre la cornisa está el suicida. Ponemos la escalera y yo subo. Cuanto más alto, con más cuidado, para no asustarlo. Es decir, para que no salte antes de que lleguemos a tiempo de salvarle. En mi opinión, no hay nada que temer. Al fin y al cabo él no hace más que esperarme. Podía haber saltado inmediatamente, no sólo antes de llegar nosotros, sino antes de que se agrupara la multitud. Podía haber saltado diez o veinte veces antes de que nadie le hubiese visto. Pero no, él espera primero a la multitud y después a nosotros. Es entonces cuando empieza el espectáculo. Así que voy subiendo por la escalera, estoy cada vez más cerca de él y pretendo estar enormemente interesado en que él consienta en conservar su vida. A fin de cuentas es lo que se espera de mí, me pagan por eso. Además, si fingiera menos, el público reunido abajo estaría menos satisfecho conmigo.
Hoy estoy de mal humor, por añadidura hace un tiempo de perros: frío, viento, sobre todo aquí arriba. Si me hubiese puesto ropa interior de invierno tal vez me sentiría más en forma. Con buen tiempo es más fácil hacer el imbécil. Pero no cuando el frío te llega hasta la médula de los huesos. Además me estoy haciendo viejo, ¡cuántas veces he representado ya este papel! Me acerco pues a él, y él —como de costumbre— finge que si doy un paso más, saltará. Es un tipo parecido a todos los anteriores, desaliñado, más bien miserable, con una expresión boba en la cara. Este juego es la especialidad de los idiotas. La gente que tiene algo en la cabeza se mata de verdad y sin tanto ceremonial. Ya sé lo que debería hacer ahora. Detenerme y hablarle con la voz más dulce posible. Tranquilizarle, explicarle que la vida es bella y que todos nosotros estamos muy interesados en que él viva. Yo personalmente, los de abajo y en resumidas cuentas la sociedad entera. Sí, y un cuerno, como si no tuviésemos nada más que hacer que estar interesados en que un memo más se pasee por el mundo contaminando el aire. Los de abajo también fingen. Iban de aquí para allá en un día como todos, un aburrimiento. Y de pronto, un espectáculo. Un suicida en una cornisa. Al parecer quiere saltar, ¡sensacional! Saben por supuesto que vendrán los bomberos, que emprenderán una acción de salvamento y que no pasará nada. Pero hasta el final tienen la esperanza de que, a pesar de todo, salte. Saben que la cosa acabará en nada, como siempre. Sin embargo..., piensan que quizás esta vez... resbale o algo por el estilo... Tal vez se rompa la cornisa... Sólo pueden contar con el azar, así que cuentan con él. Mientras que yo tengo que procurar que no se sientan defraudados por el espectáculo, aunque queden defraudados por lo que más les interesa. Un asco. Así que fingimos todos. El suicida finge querer suicidarse, aunque lo que quiere es lo contrario. Quiere ser un héroe, llamar la atención, tener un público y que escriban sobre él en algún periódico. Es sobre todo por eso por lo que quiere vivir y es por eso por lo que finge no querer vivir. La multitud finge que tiene miedo a esto tan horrible que está a punto de ocurrir y por eso no se mueve de su sitio, para ver cómo esto tan horrible no se produce. ¡Y un cuerno! En el fondo, lo único que quiere es ver algo fuerte. Desde que se suprimieron las ejecuciones públicas, no tiene otras oportunidades. Y yo finjo que creo al suicida y que creo a los de abajo y tengo que actuar como si no supiera de qué van éste y aquéllos. Para su placer tengo que hacer ver que soy más tonto de lo que soy. De modo que me acerco a él por la escalera, y cuando estoy cerca, pero todavía no demasiado cerca, él da un paso hacia el borde de la cornisa para hacer como que saltará en seguida antes de que yo tenga tiempo de retenerlo. Ahora soy yo quien debería detenerse y empezar mi número. Así que me detengo. Abajo ya están los periodistas, ya nos están fotografiando. Han llegado los coches de la televisión, trabajan las cámaras. Asimismo ya están los vendedores de cacahuetes y también los que venden bollos. Saben que harán un buen negocio, pues el terror aumenta el apetito del público. Y yo casi no he comido nada hoy, porque por las mañanas no puedo comer y aún es temprano; además antes del mediodía generalmente no me siento demasiado bien. En las fotos y en la tele saldré por atrás, soy aquí el actor número dos, el de la cornisa será el número uno. Pero he participado en este espectáculo tantas veces, que ya me da igual, me es indiferente. Aparte de que yo soy sólo un bombero corriente, es decir, uno del equipo técnico, y hago sólo lo que corresponde a mi trabajo. La verdadera estrella es el de la cornisa, situado frente a la cámara. Pero qué le vamos a hacer, hay que empezar. Así que empiezo a persuadirle. Le hablo con toda la dulzura de la que soy capaz:
—Oiga, hombre. Un momento, ¿qué es lo que pretende hacer?
El otro hace ver que está molesto, ya ha dado el paso, no va hacia atrás, pero tampoco avanza. Hace como si no me escuchara, pero, por supuesto, espera la continuación. No digo que tenga práctica, pero cada uno de ellos, aunque lo haga por primera vez, siempre lo hace como un profesional. Punto por punto, como siguiendo un reglamento.
—Comprendo, comprendo, por supuesto que debe de tener sus motivos. Pero pensémoslo bien...
En qué vamos a pensar, diablos. Todo está clarísimo. Pero yo tengo mis instrucciones y las instrucciones dicen que hay que ganar tiempo. Hay que alargar la cosa tanto como se pueda, para que él se ablande, pierda su pretendida determinación, desaproveche el momento, y después, o bajará solo, si no es un suicida de primera categoría, o bien mis muchachos, ya al acecho en el tejado, lo cogerán desde arriba, si es un maestro de primera.
Ahí está el arte de todo el equipo. Cuanto más cerca está «el último momento», tanto mejor sale, sobre todo en la televisión. Hay talentos extraordinarios: son los que cogemos cuando están ya a punto de volar. Pero se trata de casos excepcionales, como cualquier gran talento. Ha fruncido el ceño, está molesto y hace como si no me oyera. Pero, por supuesto, está esperando mi siguiente frase. Carraspeo, ya que desde la noche anterior me siento un poco resfriado; por añadidura hace viento y estamos en el piso decimoctavo, y continúo con la voz más dulce de la que soy capaz:
—Piense en la familia y en los amigos, y si no tiene familia, piense en...
Y me pongo a pensar en qué podría pensar él. Generalmente no acostumbro a vacilar, al fin y al cabo me sé mi papel de memoria, pero hoy se me ha escapado de la cabeza. O más bien no se ha escapado, está allí, aunque de pronto se ha dado cuenta de lo estúpido que es y se ha avergonzado tanto que no quiere salir. Además, lo de la familia y los amigos también ha sido bastante tonto. ¿Y si es precisamente por culpa de ellos que monta todo este número? Pero a fin de cuentas algo hay que decir. Así que digo «para ganar tiempo»:
—Sopla fuerte hoy, ¿verdad?
Por primera vez me mira con un aire un poco más consciente. Se ve que no se lo esperaba; me he salido de mi papel. Una metedura de pata. De modo que para llamarme al orden, da el siguiente medio paso hacia el borde. Su pie queda suspendido sobre el abismo. Pero de pronto a mí se me pasan las ganas.
—Salta, si quieres, mamarracho —digo, y comienzo a bajar la escalera.
Y ¿qué me decís, que ha saltado? Pues sí, ha saltado. Ahora estoy esperando el juicio y el veredicto. Por descontado que perderé mi trabajo en el cuerpo de bomberos, sobre esto no hay dudas. Y con toda razón, pues no he cumplido con mis obligaciones profesionales. Estoy acusado de... Bueno, no tiene importancia. También estoy de acuerdo con la acusación. Sólo no estoy de acuerdo con una cosa, no estoy de acuerdo en absoluto. Los titulares hablaban de suicidio, y en mi opinión fue un accidente. En la profesión de suicida también puede haber accidentes mortales.

Slawomir Mrozek.

Aquí hay un buen obituario de cuando murió Slawomir, dentro de nada hará un año. Lástima. Una finura propia de otros tiempos.