y, sobre todo, no ser inmortal

Frustración y narcisismo

Las consecuencias más nefastas de la corrección política, de las estrictas reglas de lo políticamente correcto, no se refieren a los rigores terminológicos imperantes en algunas universidades norteamericanas, sino a la imagen del mundo que va calando en la sociedad a través de los medios de comunicación y de los programas de los partidos políticos. Un mundo -ésa es la buena nueva que se difunde- en el que la corrección política se impone por sí sola desde el momento en que los desafueros pertenecen al pasado y, más allá de atentados cuya propia brutalidad convierte en excepcionales, ya no hay lugar en el mundo para ninguna clase de injusticia. Como si los horrores de ayer no estuvieran todavía calientes y las atrocidades de cada día tuviesen la misma entidad real que los muertos vivientes de las películas de terror. En consecuencia, el problema no reside tanto en el hecho de que en determinados países el adulterio y la homosexualidad, por ejemplo, estén penados con la muerte, con una muerte ejemplarmente cruel, cuanto en que, como yo hago ahora, este hecho sea evocado.

Se me ocurren dos ejemplos recientes en los que despunta ese tipo de mentalidad. El primero de ellos concierne a las reacciones suscitadas por La sociedad multiétnica, de Giovani Sartori, un libro que despliega una serie de cuestiones relativas a la inmigración, de enorme actualidad en todo el mundo. La obra analiza los casos -es éste uno de sus temas centrales- en que el respeto a la cultura del inmigrante entra en confllicto no ya con las costumbres del país que le acoge, sino también con las leyes, con los derechos fundamentales de la persona y con la dignidad humana. Ante esta clase de hechos se puede optar por soluciones muy diversas: castigar al inmigrante, eximirle del respeto a la Ley, cambiar la Ley, cambiar la noción de derechos humanos y de dignidad de la persona, la que se prefiera. Pero lo primero es plantear la cuestión y debatirla. Sin embargo, la gente sólo suele pronunciarse cuando el inmigrante comete algún delito que en su país de origen sería duramente penado y aquí queda impune. Es entonces cuando se oye eso de 'yo no soy racista, pero...'. Eso sí: a quien así se expresa, el mero hecho de que se hable de estas cosas le resulta perturbador y, a fin de ahorrarse quebraderos de cabeza, se descarta el libro de Sartori por anticipado. 'Yo no leo esa clase de libros'. Y punto.

 Distinta, pero referida al mismo tipo de mentalidad, es la observación de Fernando Savater relativa al rechazo, que de forma creciente cunde en el alumnado, hacia toda argumentación llevada a sus últimas consecuencias. Esto es: a todo debate entre dos o más partes en el que una de ellas, con sus razonamientos, termine convenciendo a la otra o a las otras de que estaban equivocadas. Ese ejercicio dialéctico, esencia misma del espíritu socrático, es entendido por más de un alumno como una intolerable intromisión o, mejor, como una humillación. El convencido es visto como vencido. 'Tú tienes tus ideas y yo las mías, ¿vale?'. Como si todas las ideas fuesen igualmente válidas o los interlocutores fuesen hinchas de distintos colores deportivos. Rebatir es arrebatar, un atentado contra la propia singularidad, del mismo modo que la simple mención de existencia de problemas es considerada como una insufrible ofensa cometida contra un mundo en el que las injusticias pertenecen al pasado.

Las reglas de urbanidad se crearon hace poco más de dos siglos para facilitar las relaciones entre los miembros de las clases altas y, sobre todo, para marcar distancias respecto a los miembros de otras clases, cuyas condiciones de vida, por otra parte, hubieran hecho de esas reglas un absurdo. Cuenta Michelet que los campesinos franceses, en los años que precedieron a la Revolución, cuando iban a cruzarse en el camino de algún aristócrata solían esconderse como alimañas, no tanto por miedo cuanto por no saber cómo comportarse. La corrección política intenta hoy cumplir una función semejante a las reglas de urbanidad, sólo que ampliando su ámbito al conjunto de la población mundial: todas las peculiaridades son igualmente dignas de respeto. Sucede, sin embargo, que mientras las reglas de urbanidad funcionan a modo de engranaje de acciones recíprocas, la corrección política carece de proyección en el terreno de la práctica. Se trata, en realidad, de una fórmula de consolación social cuyo objetivo es el de ceder en las formas para que en el fondo nada cambie; satisfacer la autoestima del individuo procurando al mismo tiempo que olvide otros problemas, especialmente los que no tienen solución; que ni piense en ellos. La corrección política opera como una gran mancha de aceite que, al extenderse, apacigua las aguas: en el interior de cada sociedad permite ahorrar el esfuerzo -tal vez inútil- de hacer del otro un igual en lo que a desarrollo de capacidades de la persona se refiere. En el ámbito internacional supone la inhibición respecto a regímenes a los que sería políticamente incorrecto calificar de políticamente incorrectos.

Y en cuanto al destinatario último de esa consolación social, el individuo, ese reconocimiento, referido no tanto a lo que él es cuanto a lo que le gustaría ser, le sitúa en el centro de todas las solicitudes, a semejanza del niño que llega a sentirse auténticamente el rey de la casa. Y lo cierto es que todo contribuye a que se lo crea no bien acaba el trabajo: todo como en la tele, el coche, el hogar, las compras en el centro comercial, la fruta convertida en zumo, el pescado sin espinas, la carne picada, las bolsas de chucherías, las vacaciones como de concurso, los viajes como de parque temático. En consecuencia, al contemplarse en el espejo, se ve a sí mismo nimbado por un mundo variado, tolerante y fácil. Lo normal es que ese sujeto pasivo de la consolación social desconozca lo que pasa en el mundo y no haga nada por conocerlo. Pero cuando se dice que las cosas son más complicadas de lo que parece, que las soluciones -si las hay- no tienen por qué ser gratas y que en ningún caso se alcanzan con un mero acto de voluntad, lo toma como una injusticia que le subleva, contrariado como un niño que esgrime un juguete roto.

Ahí están los límites de esa especie de indemnización llamada corrección política: la propia realidad, al poner en evidencia que el mundo no gira en torno al individuo ni es el lugar prometido donde los desafueros de otras épocas están fuera de lugar. Lo inalcanzable genera frustración y las frustraciones originadas por la corrección política terminan por sumarse a las muchas otras que prodiga la vida, no ser más guapo, no ser más rico, no ser más inteligente, y, sobre todo, no ser inmortal.

El ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no. Decididamente el mundo está más necesitado que nunca de un pensamiento estoico adecuado al presente, de un neoestoicismo. O de un nuevo epicureísmo. De cualquiera de los dos. O mejor: de los dos.

Luis Goytisolo, octubre de 2001.