familia 9 del Anexo II

Esto que sigue me lo regalaron esta madrugada, entre ramas de apio y tomates. Un enorme regalo porque me volvió a recordar a esta familia tan peculiar, tan talentosa y tan, al menos aparentemente, poco dotada para la felicidad, valga la paradoja, porque la madre así se llamaba: Felicidad.
Vamos con ello:



Es hora de recapitular las hostias que me ha dado el mundo. Hoy querrán oír mi último adiós. Bien. Poco a poco van llegando y yo los recibo en batín.
Y unos me llaman chaval
y otros me dicen caballero.
Alguno no se ha querido pronunciar.
Yo una vez tuve un amor,
pero si he de ser sincero
dije “no” en el altar
y cuando digo no es no.
Fracasé una vez, fracasé diez mil
y aun así alzo mi copa hacia el cielo
en un brindis por el hombre de hoy
y por lo bien que habita el mundo.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
Y no me habléis de eternidad. No me habléis de cielos ni de infiernos más. ¿No veis que yo le rezo a un dios que me prometió que cuando esto acabe no habrá nada más? Fue bastante ya…
Nunca fui en nada el mejor,
tampoco he sido un gran amante.
Más de una lo querrá atestiguar.
Pero si algo hay capital,
algo de veras importante,
es que me voy a morir
y cuando digo voy es voy.
Lo he pasado bien, y casi conocí en
una ocasión a Michi Panero,
y es bastante más de lo que jamás
soñaríais en mil vidas.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
Dejadme preguntar: ¿Esto es el final? Y si es así, decid: ¿Me vais a extrañar? ¡Ah, veo que asentís pero yo sé que no!
Qué lástima, no dejaré
nadie a quien transmitir mi savia;
consideré insensato procrear.
Y diréis de mí que soy
un viejo verde y cascarrabias,
y diréis muy bien,
y cuando digo bien es bien.
¡Largo ya de aquí! ¿Qué queréis de mí?
¿Es mi alma o es mi dinero?
Si de uno carezco y la otra es
una anomalía en esta vida.
¡Mirad, las niñas van cantando!
(Niñas): Shalalaralalá…
¡Y unos me llaman chaval, y otros me dicen caballero! ¡Alguno declinó mi oferta para hablar! ¡Yo una vez tuve un gran amor, pero si os he de ser sincero dije “no” en el mismo altar, y cuando digo no quiero decir que no!
He bebido bien, y casi conocí en
una ocasión a Michi Panero,
y ahora brindo en paz por la humanidad
y por lo bien que habita el mundo.
¡Escuchad, os lo diré cantando!
(Viejo): Shalalaralalá…
Has…ta… nun…ca…

En la muerte de Michi Panero

Como si después de tanta muerte hubiera preferido no contarse ya entre los vivos, a unos días escasos de la terrible masacre de Madrid, ha muerto Michi Panero, el menor de los Panero. Hijo de poeta, hermano de poetas. Actor de dos películas sobre la vida familiar, actor de su propia vida, que, muchas veces, como nos sucede a todos, le parecía insuficiente. Insuficiente. Siempre es así. Sobre todo, cuando se ha conocido la felicidad, cuando se ha perdido. Éramos tan felices. Creo que ésta era la frase que Michi Panero repetía a lo largo de El desencanto, la película de Jaime Chávarri. 1976. La frase que, de pronto, causa un profundo dolor. Una frase que mira hacia atrás, que deja al presente desasistido y solitario. No, ya no somos felices. En l994, Ricardo Franco, que también ha muerto, hizo una nueva versión de El desencanto, una especie de continuación. Después de tantos años. ¿Eran tantos? No llegaban a veinte. Pero eran muchos, eran años que pesaban como plomo. Felicidad Blanch, la madre, ya ha muerto. La familia se ha disgregado. Curiosamente, aquel jovencito que en la película de Chávarri miraba hacia atrás con nostalgia, ese Michi de mirada risueña, un poco pícara, se ha convertido, prematuramente envejecido, en el bastión familiar. En su brazo se apoya su hermano Leopoldo María mientras caminan juntos por el sendero desdibujado del jardín de la vieja, abandonada, casa de Astorga, la casa del padre. El primero en morir. El que deja el legado de esa familia rota que decide exponer ante nuestros ojos las miserias de las difíciles relaciones humanas, de los lazos de la sangre. Enfermo, cansado, Michi Panero parecía al borde de la extenuación. Pero aún sonreía levemente, aún le brillaban un poco los ojos, en medio del polvo que habían dejado a su alrededor los años desencantados. En la película de Ricardo Franco y en la película de la vida. Michi era otro. Dejó radicalmente de beber. Empezó a escribir sus memorias. Sin acidez, decía, ¿qué sentido tiene la acidez? Ironía, sí, humor. Pero nada de reproches ni de acusaciones, nada de amargura. Eso me decía, mientras consumía un vaso tras otro de agua embotellada y miraba, sin asomo de nostalgia, mi cerveza o lo que fuere que estuviera bebiendo yo. No dejaba de parecerme heroico que Michi pudiera estar bebiendo agua mientras, a su alrededor, los demás consumíamos bebidas alcohólicas. Pero ese Michi, el que se crecía con el alcohol, el que nos hacía reír con sus comentarios punzantes, ya estaba lejos. Nuestra risa era ahora una risa tranquila. Seguía siendo un observador de la realidad. Cada vez más lejano. Pero la realidad aún le hería. Poco antes de marcharse a Astorga a pasar los dos últimos años de su vida, a morir en el último y modesto refugio que le quedaba, a morir solo, sin causar molestias a nadie, me comentó que se sentía muy dolido por algo que alguien, un conocido, había dicho de él. No importa qué. Hablamos de la maldad gratuita. Michi lo decía con sorpresa, con perplejidad. Ahí estaba el acento con que, en plena juventud, exclamaba, mirando hacia atrás, qué felices éramos. ¿Por qué perdimos la felicidad?, ¿por qué la gente es tan mala, mala en lo pequeño, mala de una forma absurda, mala como para dejar caer unas malas palabras sobre ti, mala como para querer causarte, cuando ya apenas te queda nada, un poco de daño? Pero todos causamos algo de daño a los demás, a fin de cuentas. A todos nos remuerde un poco la conciencia cuando juzgamos a los otros con intolerancia. A todos nos duele lo que no hicimos para ayudar a alguien, la mano que no dimos. En los últimos años de su vida, en aquellas conversaciones tranquilas alrededor de su vaso agua, Michi buscaba rescatar. Le propuse un título para sus memorias: Instantes de felicidad. Porque, cuando sus ojos eran atravesados por ráfagas de alegría ­de esa risa que, inesperadamente, nos sacude el cuerpo­, yo sentía que volvía, aunque fuera con tanta fugacidad, un mínimo pedazo de esa dicha perdida. Estaba allí de nuevo, entre nosotros. ¿No buscamos eso todos? ¡Qué de cosas nos arrebata la muerte! Más que nunca, lo sabemos ahora. Entre tanta muerte, buscamos rescatar. Buscamos signos de vida, la felicidad de todas las vidas perdidas. Buscamos los fugaces momentos de alegría en que todo se recupera. Buscamos la forma de convertir la fugacidad en algo imperecedero. Michi, seguiremos intentándolo.

Soledad Puértolas en El País el 19 de marzo de 2004.

Por cierto: en Suiza, el apio es la causa principal de las reacciones anafilácticas.
Qué gente, los suizos.

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