el sagrado desorden del espíritu o el plutonio enriquecido

El mensaje que da lugar a esta entrada entró a las 22.30 de ayer, pero yo no estaba ya para abordar el asunto, así que lo hago hoy con café con leche y chocolate. Hoy ya lunes. Me pregunto qué pensaría de los lunes Arturo. En realidad me pregunto si él tendría lunes. Imagino que no.
Siento especial fascinación por este hombre. Su foto más conocida es de 1871, donde él tendría unos 17 años; esa foto me recuerda a Roy Batty no por casualidad: la luz que ilumina dos veces...
La historia de cómo se gesta Una temporada en el infierno y de la edición para él mismo y poco más -de los cien, sólo seis no quedan en un sótano- es asombrosa. Londres, del hachís al opio, Verlaine, más opio, las horas en el British Museum, la mensaulidad de la madre de Verlaine, más opio, la escritura alucinada, ni un penique en el bolsillo, las clases particulares de francés, más opio, la reclusión final en la granja de Roche, ya en Francia, para poder darle forma a ese compendio de psicotropía y capacidad anticipatoria. Poco después dejaría de escribir. Para qué, le diría su subconsciente, si me he saltado siglos; luego ya se fue, primero a pie por Europa, luego al quinto pino como soldado y finalmente en el África negra, de mercader de lo que fuera, armas incluidas.
El extracto que hoy dejo pertenece al capítulo Alquimia del verbo.

Me acostumbré a la alucinación sencilla: veía muy abiertamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía de tambores integrada por ángeles, calesas en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vaudeville hacía que ante mí se alzaran espantos.
¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Estaba ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud de los animales, - las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad! Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo de una especie de romances:

Canción Desde La Torre Más Alta
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Tuve tanta paciencia,
que para siempre olvido;
miradas y sufrimientos
al cielo se marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las venas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Igual la pradera
al olvido entregada,
agradada y florida
de incienso y cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias moscas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.

Amé el desierto, los vergeles calcinados, las tiendas mustias, las bebidas entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios del fuego.

"General, si todavía asoma un viejo cañón por tus murallas en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras de los espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que la ciudad se trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena los camarines de arenilla de rubí ardiente…" ¡Oh! ¡El insecto beodo en el meadero del albergue, enamorado de la borraja, y que un rayo disuelve!

Una temporada en el infierno, Arthur Rimbaud. Ramón Buenaventura


atarjea.


(Del ár. hisp. attašyí‘, y este del ár. clás. tašyī‘'acompañamiento').


1. f. Caja de ladrillo con que se visten las cañerías para su defensa.
2. f. Conducto o encañado por donde las aguas de la casa van al sumidero.
3. f. And., Can. y Méx. Canal pequeño de mampostería, a nivel del suelo o sobre arcos, que sirve para conducir agua.

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