por Martín
López Vega
Tal
fue la fortuna de la frase de Theodor Adorno sobre escribir poesía
después de Auschwitz que él mismo la repitió con formulaciones
diversas: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de
barbarie”, “Imposible escribir bien, literariamente hablando,
después de Auschwitz”... Si bien en su contexto original se
trataba de un intento de explicar la poesía de Paul Celan, más que
de emitir un juicio universal, el enunciado hizo fortuna porque
resumía muy bien lo que estaba pasando en la poesía europea tras el
fin de la segunda guerra mundial. En cierto modo, lo que había
ocurrido era una cierta pérdida de la inocencia. ¿Puede haber
poesía sin inocencia?, podría haber sido otra formulación de la
pregunta de Adorno. ¿Puede haber una poesía que no cante a ninguna
patria, porque no crea en ella ni en las ideologías que las
sustentan; puede haber una poesía religiosa, cuando Dios parece
haber fallado vestido da igual con qué casulla; puede haber una
poesía de la naturaleza cuando los árboles de nuestros bosques
crecen abonados por las cenizas que salieron de los hornos
crematorios de los campos de concentración? Pienso en el poema de
Aron Verguelis: “Bosque sin alerces / bosque sin abetos / bosque de
Sarahs/ bosque de Hannahs”. El horror de Auschwitz es total: no hay
ningún ser humano que no se sienta aludido por lo que allí ocurrió.
Esa pérdida de la inocencia, esa pérdida de las seguridades da paso
a la actitud que será fundamental en la literatura de la segunda
mitad del siglo XX: la duda. Una duda esencial sin la que no se
entiende la poesía de Wislawa Szymborska (“Estimo mucho esa
pequeña frase: No lo sé”, dejó escrito), ni tampoco, por
ejemplo, la de Czeslaw Milosz, quien escribe en una carta a Jerzy
Andrzejeski: “la duda es algo noble. Creo que si se repitiese la
experiencia bíblica de Sodoma, habría que buscar a los justos antes
entre quienes profesan la duda que entre los creyentes”.
El
desplazamiento que se produce entre el poeta y su asunto (sea éste
cual sea, pero que ya nunca será visto del mismo modo, pues a partir
de ahora los poetas interrogarán más que cantarán), es
esencialmente irónico. La ironía de los mejores poetas es siempre
sutil, nunca llega a caer en lo cínico; aunque duden, siguen
escuchando, siguen creyendo en la posibilidad de una respuesta,
aunque no estén dispuestos a creerse la primera que reciban.
Prefiero
hablar de “desplazamiento irónico” y no directamente de
distancia irónica porque no creo que la ironía distancie por
definición. Es más: mi tesis es que la ironía de la poesía de
Wislawa Szymborska produce una “cercanía irónica” opuesta a la
distancia irónica más propia de la mayoría de los poetas de la
segunda mitad del siglo XX y en especial de un compatriota suyo como
Zbigniew Herbert.
No
es mi propósito (imposible por otro lado en estas pocas páginas)
elaborar una teoría general de la ironía sino observar cómo se
manifiesta en la poesía de Szymborska y cómo ese uso que hace de
ella la diferencia de otros poetas coetáneos suyos. Uno de los
elementos fundamentales del uso de la ironía es cuál es su foco; a
quién se dirige la ironía de un texto. Generalizando mucho para ir
llevando el agua a nuestro molino, y dejando correr de momento el
resto, podemos decir que ese foco puede estar puesto en los otros, en
la sociedad (así por ejemplo en Herbert, que recorre el mundo con
esas gafas suyas que hacen que parezca que recorre el mundo clásico,
mientras Tucídides le presenta el telediario) o en uno mismo: este
es el caso de Szymborska. Tengo para mí que la poesía de Milosz se
queda en la duda, sin llegar a profesar ninguna de estas dos clases
de ironía; él todavía reza, aunque no sepa a quién. Es por ello
que resulta un modelo tan fundamental para corregir los estragos que
los excesos de ironía han causado en buena parte de la poesía
contemporánea; pero esa es también harina de otro costal.
Adam
Zagajewski opina que esta autoironía de Szymborska procede del hecho
de haberse dejado seducir en su juventud por el estalinismo. Sabemos
que escribió poemas dedicados a Stalin en los que decía cosas como
“El Partido, la visión del hombre, / la fuerza popular y su
conciencia, el Partido. / Nada de Su Vida pasará al olvido. / Su
Partido despeja las tinieblas”; y que, aunque, naturalmente, acabó
rechazando esos primeros poemas, nunca intentó ocultar que los había
escrito, como si de algún modo su presencia fuera el primer paso de
esa ironía posterior suya dirigida, fundamentalmente, a sí misma,
que se había dejado engañar y a quien la ironía protegía de ser
engañada de nuevo.
Y,
efectivamente, el primer gesto de la ironía de Szymborska es
autoirónico, pero creo que sería injusto y limitado quedarse ahí.
Una vez que la ironía le ha servido para estar atenta, para no
dejarse engatusar, Szymborska vuelve de nuevo los ojos al mundo y usa
esa ironía con cada personaje, con cada pequeña cosa, con cada
situación de la existencia. Aunque ese primer gesto, en no siendo
único, es fundamental.
La
distancia irónica no es sólo una característica de los poetas de
esta época; fue un rasgo distintivo esencial del Barroco.
El Quijote es
un compendio de sus estrategias, enrevesadas hasta el punto de llegar
a basarse en decir justamente lo contrario de lo que se pretende
decir. La ironía de Velázquez fue mezclar a personajes reales con
los mitológicos, retratar seres monstruosos y no perfectos.
Velázquez otorga cierta dignidad artística a esos modelos; la
poesía de Szymborska nos dirá que nunca han necesitado que se la
otorgasen, pues nunca dejaron de tenerla. Esa es la cercanía irónica
de su poesía; ella dudaría de la intención que mueve el cuadro, no
de quienes lo habitan.
Pero
vayamos a los poemas. En Llamando
al Yeti (1957)
un poema como “Noche” comienza con un gesto similar al de esos
cuadros mitológicos de Velázquez. Comienza con una cita bíblica:
“Y dijo Dios: ‘Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que
tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí lo ofrecerás
en holocausto en un monte que yo te indicaré”. E inmediatamente
Szymborska los resitúa en su presente, libres de ataduras
simbólicas:
¿Pues
que habrá hecho Isaac?,
dígame,
padre catequista.
¿Quizá
rompió con su pelota el vidrio del vecino?
¿Quizá
rasgó sus pantalones nuevos
al
cruzar la cerca?
¿Tal
vez robaba lápices?
¿Espantaba
gallinas?
¿Soplaba
en los exámenes? [...][1]
Szymborska
ha situado a Isaac en una altura humana, pero no para subrayar lo
monstruoso de los humanos que le acompañan en la escena, sino para
recuperar la humanidad de Isaac, desvestido de míticos simbolismos.
He ahí la cercanía irónica de Szymborska trabajando con toda su
potencia. Acercándose a Isaac de una forma muy distinta a como
Herbert se acerca, por ejemplo, a Marco Aurelio, precisamente en el
poema titulado “A Marco Aurelio”, que comienza con Marco Aurelio
leyendo en su propio tiempo y en su propia leyenda, muy lejos del
acercamiento propiciado por el poema de Szymborska:
Buenas
noches Marco apaga la luz
y
cierra el libro Ya sobre tu cabeza
yérguese
la argéntea alarma de las estrellas
es
un cielo que habla una lengua extranjera
es
un grito bárbaro de terror
que
tu latín desconoce
y
es el miedo eterno el oscuro miedo
que
contra la frágil tierra humana comienza
a
golpear [...][2]
Al
final del poema hay un encuentro entre el mundo en el que se halla
Marco Aurelio y el que habita la voz del poema, pero que está a años
luz de salvar la distancia del modo que lo ha hecho Szymborska:
[...]
Marco abandona tu calma
y
dame tu mano a través de la oscuridad [...]
No
es mi intención tratar de establecer ninguna clase de jerarquía
entre ironías, sino subrayar cómo la de Szymborska funciona de un
modo totalmente distinto a la de Herbert, y cómo es por ello injusto
incluirlas bajo un mismo rótulo; y defender, en definitiva, que la
ironía de Szymborska acerca, humaniza, reniega de arquetipos,
mientras que la ironía de la “distancia irónica” tiende no a
buscar lo cotidiano de cualquier personaje, sino a matizar el
arquetipo, a hacer que se dé una vuelta por el presente o reciba un
informe de historia contemporánea para hacerse unos ajustes y seguir
siendo universal.
El
final del poema citado de Szymborska es aún más importante, por
cuanto es una buena muestra de ese desengaño que está en la base de
su autoironía según Zagajewski, y por cuanto su carácter casi
inaugural tiene de programático:
[...]
En ninguna bondad, en ningún amor
voy
a creer,
más
indefensa
que
las hojas de noviembre.
Ni
a confiar,
en
nada vale la pena confiar.
Ni
voy a amar,
a
llevar el corazón vivo en el pecho.
Cuando
suceda lo que ha de suceder,
cuando
suceda,
me
latirá un hongo seco
en
lugar de corazón.
Y
Dios espera,
y
desde un balcón de nubes mira
si
la hoguera prende
bien,
parejo,
pero
va a ver
cómo
se muere a despecho,
pues
así voy a morir,
¡no
dejaré que me salve! [...]
Un
ejemplo más de cómo normaliza la historia volviéndola cotidiana lo
tenemos en “Momento en Troya”, de Sal:
Pequeñas
chiquillas
flacas
y sin fe
en
que las pecas desaparezcan de sus mejillas,
que
no atraen la atención de nadie,
caminando
sobre los párpados del mundo,
parecidas
a papá o a mamá,
y
sinceramente espantadas por ello,
a
la hora de la comida,
a
la hora de la lectura,
cuando
están frente al espejo,
en
ocasiones son raptadas y llevadas a Troya [...]
Como
se ve, el método de Szymborska para dotar de cotidianidad a la
escena son los pequeños detalles: las pecas de las mejillas, el
tópico de a quién se parece, si al padre o a la madre, la hora de
la comida.
La
visión de la historia de Szymborska tiene en cuenta, al mismo
tiempo, nuestro lugar en ella y también cómo se construye el relato
oficial. En “Censo”, después de anunciar que “En la colina en
la que estaba Troya / han excavado siete ciudades”, resume: “Seis
más de la cuenta / para una sola epopeya. / ¿Qué hacer con ellas,
qué hacer?”. La historia ya está bastante abarrotada: “Nos
vamos llenando de antigüedad, / y en ella cada vez más estrechos, /
salvajes inquilinos se abren paso a codazos en la historia”. De la
historia, incluso de la más actual, le interesan las cosas más
esenciales. Así en “Vietnam”:
Mujer,
¿cómo te llamas? –No sé.
¿Cuándo
naciste, de dónde eres? –No sé.
¿Por
qué cavaste esta madriguera? –No sé.
[...]
¿A favor de quién estás? –No sé.
Estamos
en guerra, tienes que elegir. –No sé.
¿Existe
todavía tu aldea? –No sé.
¿Éstos
son tus hijos? –Sí.
Incluso
en la biografía de los tiranos, Szymborska busca el lado familiar,
no como forma de ocultar el horror, sino como manera de subrayar lo
incomprensible de cómo puede surgir en cualquier lugar, inesperado,
como una suprema ironía. Así en “Primera fotografía de Hitler”:
¿Y
quién es este niño con su camisita?
Pero
¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!
¿Tal
vez llegue a ser un doctor en leyes?
¿O
quizá tenor en la ópera de Viena?
¿De
quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita?
[...]
Szymborska
acerca la historia a una talla humana; también, ella, la Historia,
incluso escrita con mayúsculas, es un asunto doméstico, y los
dioses del pasado no son más importantes que nuestros propios
difuntos, como en “Los difuntos”, del libro Si
acaso (1972):
Leemos
las cartas de los difuntos como impotentes dioses,
pero
dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores.
Sabemos
qué dinero no ha sido devuelto.
Con
quien se casaron rápidamente las viudas.
Pobres
difuntos, inocentes difuntos,
engañados,
falibles, ineptamente precavidos.
Vemos
los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.
Cazamos
con el oído el rumor de los testamentos rotos.
Están
sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos con
mantequilla,
o
se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas [...].
De
nuevo, como en el poema troyano, los pequeños detalles de las
historias contadas en familia, al calor de la cocina; los préstamos
no devueltos, las bodas de las viudas... Szymborska lleva esto al
extremo en el poema “Vista con grano de arena”, del libro Gente
en el puente (1986)
donde, de todo un hermoso paisaje, se fija precisamente en un grano
de arena. Y es que, como resume en “El ocaso del siglo”, después
de anunciar que “Nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados.
/ Ya no podrá demostrarlo, / tiene los años contados, / titubeante
el paso, / fatigada la respiración”: “no
hay preguntas más urgentes / que las preguntas ingenuas”.
Esta
cercanía irónica de Szymborska opera, como es natural, a todos los
niveles; no sólo en la elección de su asunto o sus personajes y
cómo tratarlos, sino también en el tipo de lenguaje y en la
estructura de sus poemas. Aún en Llamando
al Yeti encontramos
el poema titulado “Anuncios clasificados”, que remeda
precisamente el formato de ese tipo de anuncios de periódico:
Quienquiera
que sepa dónde está
la
compasión (fantasía del alma),
¡que
lo diga!, ¡que lo diga! [...]
Devuelvo
el amor.
¡Atención!
¡Ganga! [...]
Se
necesita persona
para
llorar
a
los viejos que mueren
en
los asilos. Favor
de
no solicitar por escrito
ni
anexar ningún tipo de actas.
Se
destruirán los documentos
sin
acuse de recibo.
Fundamental
en este tono de la poesía de Szymborska es siempre su atención a lo
minúsculo, a los que es capaz de dotar de una capacidad evocadora
prácticamente inédita. Así, en “Naturaleza muerta con globo”:
En
lugar de que vuelvan los recuerdos
en
el instante de la muerte
solicito
el regreso
de
las cosas perdidas.
Por
las puertas y ventanas: los paraguas,
la
maleta, los guantes, el abrigo,
para
poder decir:
qué
me importa todo eso.
Alfileres,
este peine, aquél,
la
rosa de papel, la cuerda, el cuchillo,
para
poder decir:
nada
de eso echo de menos [...].
Sabemos
de la pasión de Szymborska por los simios, y en su biografía pueden
verse algunas fotografías junto a un chimpancé del zoo de Cracovia.
Dentro de esta cercanía irónica szymborskiana, el simio ocupa un
lugar fundamental, contemplado como un pariente nuestro al que la
historia ha tratado tan mal que de algún modo anula o disminuye
nuestro derecho a la queja. En un poema de Sal (1962),
titulado precisamente “Mono”, se repasa su triste historial de
hombre errante:
Expulsado
del Paraíso antes que el hombre
por
tener unos ojos tan contagiosos
que,
al pasear la mirada por el jardín,
hundía
en una tristeza imprevisible
a
los mismos ángeles [...]
[...]
En Europa le quitaron el alma,
pero
le dejaron las manos por descuido [...]
[...]
Comestible en China, hace sobre el plato
muecas
asadas o cocidas [...]
[...]
En las fábulas, solitario e inseguro,
llena
el interior de los espejos con sus muecas,
se
burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,
a
nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,
aunque
no lo saludemos.
Esta
humildad frente al pariente simio va acompañada de la humildad ante
la pequeñez del ser humano en el cosmos. Así en “El gran número”,
del libro del mismo título (1976):
Cuatro
mil millones de seres en esta tierra
y
mi imaginación sigue siendo la misma.
No
se le dan bien los grandes números [...]
Y
sin embargo, donde cabría esperar el comienzo de un canto cósmico
sobre la enormidad de lo desconocido, Szymborska prosigue así:
[...]
Le sigue conmoviendo lo individual.
Revolotea
en la oscuridad como la luz de una linterna,
descubre
sólo los rostros más cercanos [...].
Porque,
como dice en “Aquí”, del libro del mismo título (2009):
No
sé cómo será en otras partes
pero
aquí en la Tierra hay bastante de todo.
Aquí
se fabrican sillas y tristezas,
tijeras,
violines, ternura, transistores,
diques,
bromas, tazas.
Puede
que en otro sitio haya más de todo,
pero
por algún motivo no hay pinturas,
cinescopios,
empanadillas, pañuelos para las lágrimas [...]
Un
interés por lo individual, una capacidad de empatizar por lo cercano
que va más allá de lo humano, como ya hemos visto, pero que no se
queda en el pariente simio. Todo cuanto sufre es sujeto de compasión
para Szymborska, cuya poesía ignora toda distinción académica
entre lo humano y lo no-humano. Así, en “Visto desde arriba”, su
protagonista es un escarabajo:
En
el sendero yace un escarabajo muerto.
Dobló
cuidadosamente tres pares de patitas sobre el abdomen.
En
lugar del desorden de la muerte: elegancia y orden.
El
horror de esta imagen es moderado,
su
alcance estrictamente local: de la grama a la menta [...]
[...]
Para tranquilidad nuestra, los animales tienen aparentemente una
muerte
más
superficial, no fallecen, simplemente mueren,
perdiendo
–así queremos creerlo- menos conciencia y menos mundo,
abandonando
–así nos parece- un escenario menos trágico.
Sus
pequeñas y humildes almas no espantan por la noche,
guardan
la distancia,
saben
qué son las mores.
[...]
[...]
Basta tanto pensar en él como verlo:
parece
que no le haya pasado nada importante.
Lo
importante está relacionado supuestamente con nosotros.
Por
la vida, sólo la nuestra, sólo nuestra muerte,
una
muerte que goza de una preferencia arrebatada.
El
distanciamiento frente al arte de los museos forma parte de esta
misma búsqueda de una cercanía que excluye cualquier tipo de
enmarcado. El poema titulado precisamente “Museo” establece una
distancia fundamental con los mundos que refleja el arte:
Hay
platos, pero no hay apetito.
Hay
alianzas, pero no amor correspondido
desde
hace al menos trescientos años.
Hay
un abanico, ¿dónde está el rubor?
Hay
espadas, ¿dónde está la ira?
Y
el laúd ni siquiera suena al alba [...]
Szymborska
no siente la obligación de ver los cuadros con bibliografía; su
mirada es siempre desnuda. Incluso el humor está en la base de
algunas de sus mejores imágenes, como cuando en “Las mujeres de
Rubens” describe a sus protagonistas como “desnudas como
estruendo de toneles”.
En
sus viajes, Zbigniew Herbert dibujaba copias de las obras de arte que
veía (sus dibujos han sido recopilados en el volumen Znaki
na papierze).
Hay entre esos dibujos una menina de las de Velázquez, dibujo
torpón, la verdad, como la mayoría de esos de Herbert. Qué
distinta la interpretación que de una de esas meninas hace
Szymborska en uno de los collages recogidos en el libro Rymowanki
dla duzych dzieci;
Szymborska, lejos de la reverencial y torpe copia, recorta a una de
las meninas de una reproducción del cuadro y la pega sobre una
estampa campestre con ovejas. Es decir; con sólo unas tijeras, salva
a la niña del palacio, de Velázquez, del museo, y de toda la
distancia de la corte y el arte, y la recoloca como pastora. En otro
de los collages incluidos en el mismo libro, un mono señala a un
hombre (aparentemente recortado de la típica representación de la
escala evolutiva) y entre el mono y el hombre ha pegado una palabra
recortada: “Falsyfikat”. Estos collages de Szymborska ilustran su
poética; para ella el rey siempre va desnudo; y cuanto más vestido
vaya, más desnudo está.
Szymborska,
cuando mira un cuadro, nunca ve sólo el cuadro. Pero lo que añade
es menos producto de la bibliografía que de la curiosidad y de la
imaginación, de la búsqueda de aquello que late, como en “Paisaje”,
de Mil
alegrías –un encanto- (1967):
En
el paisaje del viejo maestro
los
árboles tienen raíces bajo el óleo;
el
sendero, seguro, que conduce al objetivo,
la
brizna de hierba, seria, sustituye la firma [...].
En
sus últimos libros, y especialmente a partir de Instante (2004),
es como si la ternura de esta cercanía irónica ganase espacio, como
si Szymborska ya no necesitara explicarse. Entonces queda más al
desnudo lo que busca, en última instancia, su poesía: escuchar más
que hablar, evitar la moraleja. Si los poetas de la distancia irónica
parecen estar siempre recriminando al mundo ser como es, comparándolo
con los modelos de los clásicos o del arte, Szymborska, poeta de la
cercanía irónica, nunca recrimina nada. Están ahí, claro, los
horrores de la historia, pero ese ruido todos pueden escucharlo; y su
poesía lo que pretende es rescatar, de entre todo ese ruido, las
voces individuales y apagadas: escuchar. Un ejemplo memorable de esto
es el poema de Instante titulado
“Fotografía del 11 de septiembre” escrito tras los atentados
contra las Torres Gemelas de Nueva York:
Saltaron
hacia abajo desde los pisos en llamas:
uno,
dos, todavía unos cuantos
más
arriba, más abajo.
La
fotografía los mantuvo con vida,
y
ahora los conserva
sobre
la tierra, hacia la tierra.
Todos
siguen siendo un todo
con
un rostro individual
y
con la sangre escondida.
Hay
suficiente tiempo
para
que revolotee el cabello
y
de los bolsillos caigan
llaves,
algunas monedas.
Siguen
ahí al alcance del aire,
en
el marco de espacios
que
justo se acaban de abrir.
Sólo
dos cosas puedo hacer por ellos:
describir
ese vuelo
y
no decir la última palabra.
Ese
“no decir la última palabra” en este poema es sin duda un
resumen de la poesía de Szymborska. Tal vez Auschwitz supuso la
pérdida de la inocencia, pero
la poesía de Szymborska es un dique que intenta evitar que con la
inocencia se vaya también la ingenuidad, es decir, la capacidad de
asombro, de plantear preguntas sencillas cuyas respuestas se dan por
supuestas, ¿y qué pasa cuando la respuesta es otra?
En “Ausencia”, de Dos
puntos (2004),
se plantea: muy bien, yo soy yo, pero ¿cuánto importa eso, si
estuve tan cerca de no serlo?
Faltó
poco
y
mi madre podría haberse casado
con
el señor Zbigniew B. de Zdunska Wola.
Y
si hubieran tenido una hija, no habría sido yo.
Quizá
habría tenido mejor memoria para los nombres y las caras,
y
para las melodías oídas una sola vez [...]
De
nuevo esta fascinante capacidad de Szymborska para el detalle nimio
que inunda el poema de verdad. Y que es capaz de salvar al mundo,
como en “Vermeer”, de Aquí :
Mientras
esa mujer del Rijksmuseum
con
esa calma y concentración pintadas
siga
vertiendo día tras día
leche
de la jarra al cuenco
no
merecerá el Mundo
el
fin del mundo.
A
estas alturas, cualquier lector de Szymborska sabe que sí, de
acuerdo, está hablando de ese cuadro de Vermeer, pero también de
cuantas personas estén repitiendo ese gesto en este mismo momento
del mundo. La escena es importante por su sencillez, no por ser de
Vermeer. Como en este último poema que citaré, del último libro de
Szymborska, Y
hasta aquí (2012,
póstumo) titulado “En el aeropuerto”:
Corren
al encuentro con los brazos abiertos,
gritan
sonrientes: ¡Por fin! ¡Por fin!
Ambos
con sus pesadas ropas de invierno,
gruesos
gorros,
bufandas,
guantes,
botas,
pero
ya sólo para nosotros.
Porque
para ellos, desnudos.
La
poesía de Szymborska ve lo que nadie ve, vuelve el mundo
transparente. Ello es gracias a que ha podido conservar la ingenuidad
en un mundo que ha perdido la inocencia; porque ha sabido reírse de
las ridiculeces propias antes que de las ajenas; porque ha sido capaz
de construir una inédita cercanía irónica en un mundo cada vez más
dado a la distancia cínica. Y con ello ha salvado a la poesía, que
en ella nos sigue enseñando más sobre cómo mirar y vivir que sobre
la poesía misma, aunque en ella no sean cosas distintas.
[1] Cito
siempre las traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán.
[2] Traducción
de Xaverio Ballester.
Escrito
en Lecturas
Turia por Martín
López Vega
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