Me presentaron a este señor -sus escritos-, al cual probablemente haya leído antes, años antes, en algún otro medio: su nombre me suena. Me lo presentaron muy intencionadamente con este artículo de aquí abajo, el primero. Y bueno, ya está, que me hace llorar.
Hoy hacía muy buen día, una luz bella y el mar estaba en calma. Luego, camino de la noche, la temperatura y la luz se desploman de la mano.
Sobre la juventud
Era un bosque sin bosque, por el que avanzábamos en un todoterreno. Escuchamos una explosión lejana. Quien mandaba ordenó detenernos. Bajamos y, detrás de él, empezamos a escudriñar el horizonte. Desde la meseta en la que estábamos, a lo lejos, vimos dos puntos corriendo, sin saberlo, hacia nosotros. Con los minutos se transformaron en un hombre, de mi edad actual, y una mujer, extraordinariamente joven, de la edad que yo tenía entonces. Iban desnudos. En ocasiones, las explosiones provocan eso. Sordera, desorientación. Y un río de viento furioso, que se contenta con arrancarte la ropa. La mujer corría hacía ningún sitio, como si corriera por primera vez. Las sensaciones –el miedo, la alegría de la vida, su euforia, la turbación– debían de ser tan potentes y contradictorias que se contrarrestaban unas a otras en su interior, de manera que aquella mujer era, simplemente, ella misma, eso tan costoso e improbable, y a lo que se tiene tan pocos accesos en una vida. El resultado era un cuerpo que, ya sin necesidad alguna, corría con ferocidad y ensimismamiento, muy por delante del hombre. Gastando, dilapidando energía de forma inútil, como la juventud misma. Era imposible no mirar a esa mujer, a toda esa situación onírica, y no preguntarse si todo eso era un sueño. Y, si lo era, si era un mensaje incomprensible, o una pesadilla. Fascinado por una persona abandonada a su propia y constante velocidad, un paisaje roto, y una situación perpleja, que provocaban una atmósfera intensa, críptica y autosuficiente, recuerdo que solo podía pensar en una cosa. Que todo aquello era magnético. Algo que trascendía a la guerra. O a la paz. Algo que era como mirar el fuego o las olas. Era, en fin, de una absoluta belleza.
Sobre el lenguaje
La tragedia era, en la Grecia clásica, un bien escaso. No siempre estaba disponible. En Atenas se representaban en las fiestas de Dioniso, cuando la primavera aún no había venido, pero era patente que algo extraño ya sucedía quince centímetros bajo la tierra, donde reside la vida. La vida, en fin, no es más que agua y esos quince centímetros bajo tierra. La ciudad arrancaba esos días de fiesta con una procesión, presidida por una estatua de Dioniso. Jóvenes en edad militar llevaban antorchas, y muchachas, también en flor, exhibían los animales que serían sacrificados. La fiesta duraba varios días, en los que se representaban tragedias. Previamente, la ciudad había escogido a tres o cuatro poetas, para elaborar las tragedias que serían representadas. Las expectativas eran altas. Duraban un año. Y se confirmaban, o no, en aquel momento. Cada uno de esos poetas solía entregar a la ciudad una tetralogía. Esto es, tres tragedias y un drama satírico. Con el tiempo, ese drama satírico acabó siendo una comedia, la última representación de cada jornada. Una suerte de descompresión. Lo que habla de la densidad y profundidad con la que el público había vivido toda la jornada. Una vez representas las tragedias de las Dionisas, el público establecía un autor ganador. El premio eran higos, vino, o un macho cabrío. El chivo era el animal de Dioniso. Pero también el origen etimológico de la palabra ‘tragedia’, que podría derivar de la alocución ‘canto del macho cabrío’. Una tragedia era eso, el canto de Dioniso. Algo antiguo. Y sagrado. El canto de una divinidad. Una suerte de puente con lo divino, a través de la obra de un poeta. Eran palabras sacras. Y, lo dicho, escasas. Hasta que, de repente, dejaron de serlo.
En torno al siglo IV a.C. pasó algo, inusitado y que lo cambió todo. Una de esas tragedias escasas, por primera vez, dejó de serlo. Su impacto fue tan hondo que se decidió hacer algo que nunca jamás se había hecho. Se repitió. Se volvió a representar otro día. Las consecuencias de ello fueron determinantes. Llegan hasta nuestros días. Platón, por ejemplo, se indignó. Vio en todo ello la pérdida del valor sagrado –del valor, al cabo– del lenguaje. ¿Qué sentido podían tener las palabras si podían ser repetidas y, con ello, erosionadas y desactivadas? Se sospecha que hay una relación entre la primera reposición de una tragedia y la creación de la Academia de Atenas, punto en el que Platón reformuló el lenguaje. El lenguaje, entendido como una bestia salvaje, algo no fiable, capaz de la reiteración y, por tanto, del vacío, fue desprovisto de cualquier componente artístico, y sometido al rigor de las matemáticas. ‘Aquí no entra nadie que no sepa geometría’, dicen que decía el frontispicio de la Academia. Creo que es la primera vez en la que hablantes hablan del desgaste del habla. La primera vez en la que se percibió el peligro del lenguaje cuando deja de ser un bien escaso y pasa a ser una lluvia continua. E irrelevante.
‘Libertad’, palabra dada por gastada, como todas, en el siglo IV a.C., ¿qué significa? ¿Qué era ‘Libertad’ cuando no se podía repetir esa palabra, cuando era única y sagrada? ¿Se podía pronunciar sin sentir el dolor y el hambre y la sed en la boca? Las palabras ‘dolor’, ‘hambre’ y ‘sed’, ¿qué significaban cuando no eran gotas en una catarata? ‘Te amaré por los siglos de los siglos’, ‘te lo daré todo’, o, simplemente, la palabra ‘sí’, tal vez la más grande y pesada, ¿qué significan cuando se pueden repetir hasta el infinito?
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