Me voy a tomar unas
vacaciones. Dejo un relato de postre o de aperitivo, según se entienda, como
final de andadura antes del verano o como preludio antes de la vuelta en el
otoño. Que los disfrutéis, el relato y el paréntesis.
Mil hojas, de Sławomir
Mrożek.
Retiramos con cautela la capa
de ceniza volcánica, debajo de la cual había algo. Asomó la forma de una cabeza
humana con gafas. Gracias a las propiedades de la tierra volcánica, se había conservado
perfectamente como si estuviera moldeada en yeso.
—Parece un japonés —afirmó el
profesor, que era el arqueólogo más eminente del siglo XLVI.
Desnudamos al japonés hasta
la cintura. Entre las manos petrificadas, sostenía una cámara petrificada.
—Todo cuadra —dijo el
profesor—. Dinastía Nikon, un modelo automático con visor láser, finales del
siglo XXXI.
Un metro y medio por debajo
del japonés, encontramos el fósil de un hombre obeso con pantalones cortos y
equipado también con una cámara.
— Una Asai, primera mitad del
siglo XXVII.
— Es decir, otro japonés.
—No, la cámara es japonesa, pero
el hombre no. Es un europeo de la zona de Baviera.
Tres metros mas abajo, una
sorpresa. Un autobús entero de dos plantas, con un váter químico. Casi sesenta
figuras sentadas, tomando instantáneas con cámaras japonesas a través de las
ventanillas. El autobús y los pasajeros: todo petrificado. El profesor se frotó
las manos.
—El hallazgo más importante
del Demókratos tardío. La prueba irrefutable de que la hipótesis según la cual,
bajo una capa de residuos industriales provenientes de la Europa del Este,
existió en el Norte una civilización llamada escandinava, es verdadera.
— ¿Cómo lo sabe?
— Muy sencillo. El autobús
lleva matrícula de Estocolmo.
Debajo de los excursionistas
descubrimos a alguien de finales del siglo XX a quien el profesor identificó
como un forastero oriundo de Detroit, Michigan. Llegó a esta conclusión utilizando
el método deductivo. No era posible identificar el hallazgo como ninguna otra
cosa, de modo que tenía que ser aquello. Además, podían apreciarse huellas de
la deuda soberana en el surco frontal superior.
El americano sostenía con
ambas manos una cámara japonesa.
— Aquí hay una mano adicional
—observé.
— ¿Dónde?
— En el bolsillo de trasero.
Separamos las cenizas. La
mano pertenecía a un joven de facciones mediterráneas, también petrificado.
— Una situación típica de la
cultura meridional —constató el profesor—. La convexidad del bolsillo indica
que este contenía una cartera. Todo parecía indicar que la catástrofe ocurrió
muy inesperadamente. Y usted ¿qué opina?
— Creo que fueron sepultados.
— Sí, en los intervalos de
tiempo que corresponden a las sucesivas erupciones del Vesubio. Primero, en las
postrimerías del siglo XX, el americano. Luego, uno tras otro, los demás. La última
catástrofe tuvo lugar hace mil años.
— Pero ¿que hay debajo del
americano?
— Pompeya. La antigua ciudad romana
del siglo V antes de Cristo destruida por una erupción del volcán en el siglo
primero de la era cristiana. A finales del siglo XX un turista americano estaba
fotografiando Pompeya, cuando el Vesubio volvió a entrar en erupción y lo enterró
vivo. Pasados unos siglos lo desenterraron y se convirtió en una atracción turística.
Hasta que los que lo fotografiaban también quedaron sepultados. Al cabo de un
tiempo, fueron descubiertos, y otros turistas vinieron a fotografiarlos. Estos
también quedaron enterrados. El japonés es uno de los sepultados por última erupción.
Hace quince siglos que el Vesubio está inactivo. ¡¿ Pero qué hace usted?!
— Tomar unas instantáneas.
Nadie ha fotografiado todavía esta ultima atracción turística. Yo seré el
primero.
Antes de que el profesor
tuviera tiempo de arrebatarme la cámara, el Vesubio echó la primera humareda.