Si ayer hablaba sobre la maldad que encuentra un semillero en el deporte de élite, hoy lo haré sobre la ambición sin límites, sobre encontrarle un sentido a la vida a través de ganar, triunfar y construir un artificio. Y sobre jugar a ser dioses. Porque básicamente lo primero es Lance, alguien que siempre me pareció un ser acomplejado y del que desconfié. Lo segundo es Michele Ferrari, de quien hace veinte años que llevo leyendo. Si tuviera que escoger un personaje, sin duda, el segundo. Rey de reyes, gran hacedor, factótum de los éxitos de grandes deportistas, ciclistas sobre todo, donde el oxígeno es el factor limitante.
La película -no es documental- no me convence, pero sirve bien para esbozar el asunto. Quizás lo que más me interesa esté a diez minutos del final, con Lance explicando cuál es el sentido de su vida.
Mi adorado ciclismo hace mucho, pero mucho, que dejó de existir en su esencia en la alta competición. Y, miren lo que les digo, no sólo por el dopaje, que es uno más de los componentes de la mezcla venenosa que se infiltró en su médula.
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