Gabriel y la supremacía


Cuando vi por primera vez a Gabriel yo debía tener unos veintipocos y él cuarenta. Yo tengo ahora cuarenta y ocho y él sesenta y dos en lo último que le acabo de ver. Y la sensación es muy similar, matizada por los años. Gabriel se me representa como la inteligencia melancólica. Ya me lo pareció en aquella Muerte entre las flores, en cuyo personaje se aunaban estas características que yo le atribuyo al actor, y me lo parece ahora, en Secret State, donde el personaje que interpreta es un ser abocado al romanticismo clásico. Ese ser, por cierto, no es más que el Primer ministro británico, ahí es nada.
En Secret State, si hay algún pero, es el de por qué no alcanzar la absoluta y definitiva excelencia, por qué no hacer un 10 de Nadia. Y es que conforme avanzan las cuatro horas que dura el asunto, el alejamiento de lo creíble aumenta. Una pena porque, por lo demás, la cosa es de un calado insólito. La vuelvo a ver por segunda vez en tres días y se me acrecienta el calado.
El amigo borracho y fiel posee una interpretación escalofriante. El jefe del grupo parlamentario es la escuela inglesa en puridad. Y Gina es, qué decir de Gina.







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