Vuelvo a don Francisco, a Leocadia, a Rosarillo, al saturnismo, a las paredes de su quinta. Se me pasan las horas con él, sus circunstancias y su obra. Esta vez me asomo con detenimiento al cartón de un tapiz, antes de que la salud empezara a torcérsele. Es extraño el cartón: esos colores contando lo que cuenta; quizás esa era la gracia, el contraste entre la escena y el amable contexto de fondo.
Por hoy no será igual y no pondré la letra, tan ñoña y azucarada, tan almibarada como casi todas las letras de amor de estos clásicos. Tan certeras y afinadas bajo su capa de sacarosa.
Yo sé que me amaste once upon a time a summertime, creo que podría decir casi todo el mundo. Y que robábamos besos en cada café. Y que eras dulce, tanto o más que las flores que veíamos abrirse por las mañanas. Y que llega el invierno, y que pasará, y que el verano volverá y un día como aquel, de nuevo en verano, me vendrán estos recuerdos. Yo lo sé.
El espanto, de Juan José Millás, se publico en la columna de la
contraportada de El país el viernes pasado. Me lo envió Rq a las 10 de la
mañana de ese día. Yo lo leí unas 12 horas después donde trabajo. No daba crédito.
Léanme con piedad. No soy más que
un pobre texto periodístico precipitándome en caída libre hacia el final de la
hoja como por el hueco de un ascensor mal mantenido. Caigo y caigo desplegando,
a modo de alas, adjetivos que suavicen el golpe, extendiendo oraciones
subordinadas que actúen de colchón para las principales. Ni idea de si estoy ya
en la cuarta, en la quinta o en la sexta línea porque dejé hace un rato de
contar. Y no por falta de tiempo, porque el tiempo, en las situaciones límite,
se estira de tal modo que nos permite observarlo todo a cámara lenta. De hecho,
no veo el momento de alcanzar el final del primer párrafo, si el texto que les
habla lo tuviera, para tomar un poco de aire en él. Los finales de párrafo son
un respiro, un punto y aparte, casi como volver a empezar el descenso hacia la
oscuridad del significado, cuando lo hay, o de la mera forma si el texto es muy
experimental. Pero caigo y caigo, además de hacia el fondo, hacia el olvido. En
el olvido, tarde o temprano, nos encontramos casi todos los textos como pedazos
de automóviles en el desguace. Cuando los lectores te abandonan, se acelera la
velocidad de la caída y aumenta la intensidad del pánico. Soy un texto sombrío,
escrito a las tres de la madrugada por un tipo insomne que quizá tenga
problemas económicos, o familiares, o mentales, no lo sé, los textos no sabemos
nada de nuestros creadores como los hombres, pese a la Teología, no saben nada
de Dios. Hay quien niega la autoría como hay quien niega a Dios. Pero el autor
existe, puedo certificarlo, porque se desliza por el hueco del ascensor
conmigo, abrazado a mí, lleno de espanto. A punto ya de rompernos la crisma
contra el suelo, deja colgado el texto, me abandona, y regresa a la cama.
La retirada de la selección de Juan Carlos Navarro ha marcado las últimas horas de la competición. Es normal por el tremendo impacto que ha tenido en nuestro básket desde el fantástico campeonato del mundo junior ganado en Lisboa. Mucha admiración por un jugador sin un gran físico pero con una gran técnica y que fue capaz de marcar diferencias durante muchos años al máximo nivel. La gran generación del 80 —aunque parece que Pau aún no ha dicho su última palabra— está llegando al final del camino. Es ley de vida, como ha dicho el propio Navarro. Su impulso a nuestro baloncesto es muy grande y creo que va a servir para que los que vienen detrás, aunque con menos talento, sigan en una buena línea competitiva en el futuro. Sin ellos seguramente la selección será menos favorita. Entonces se verá todavía mejor el tremendo legado que deja la mejor generación de nuestra historia.
Buscaban rancheras, encontraron una y de ahí saltaron directamente a la calle del olvido, con ese entendimiento profundo de qué es un ranchera. Cantaban en una esquina del bar, mesa de madera desvencijada de por medio, cigarrillo en la mano queriendo encenderse y bebida sobre el tapete. Destilaban complicidad y dolor de heridas añosas, ingredientes imprescindibles para adentrarse en según qué mundos musicales.
Enrique era un devoto de las rancheras y en muchas de sus composiciones pop subyacen esas tonadas y esos contenidos. La publicaron en un álbum al que dio nombre en el 89, con Enrique con 29 años.
Por momentos tuve la sensación de que me estaban dando la banda sonora de mis últimos días. El alcohol y la emoción es lo que tienen, pienso hoy, sereno.
En fin, K., que me alegro mucho de haberte acompañado en tu aniversario de medio siglo. No es asunto baladí.
Ahora que todo acabó y que el tiempo te ha vencido, y tu amigo te dejó dices que cuentas conmigo.
Como tienes el valor, yo que siempre me he dolido de recordar lo que fue y lo que pudo haber sido.
Por la calle del olvido vagan tu sombra y la mía, cada una en una acera por las cosas de la vida.
Por la calle del olvido donde nunca brilla el día, condenados a una noche tan oscura como fría.
No sabes lo que luché para no soñar contigo y no quieres entender que por fin lo he conseguido.
Yo estaba dispuesto a todo para tenerte conmigo hasta hubiera trabajado, y te fuiste con mi amigo.
Por la calle del olvido vagan tu sombra y la mía, cada una en una acera por las cosas de la vida.
Por la calle del olvido donde nunca brilla el día, condenados a una noche tan oscura como fría.
Ni hecho aposta el camino de los adoquines amarillos. El jueves pasado en el Doré, con quien debía de ser para la circularidad, mientras otras siguen su curso en la ciudad que me vio nacer.
Más allá de la psicotropía lo de Frank Baum, Fleming y compañía. Judy ya me dolía a sus diez y algo. No es de extrañar lo de la quinta.