Injusticia
En
mi cabeza, un poco mayor que la de mi perro, cabe un autobús grande. Grande,
rojo y municipal que admite, sin distinción, vivos y muertos. El autobús
recorre la periferia de toda la ciudad porque en mi cabeza cabe también una
ciudad grande. Si cierro los ojos y me recuesto en el sofá, puedo pasar la
tarde siguiendo el autobús. Aquí se baja un hombre gordo cuyo nudo de la
corbata tiene la forma y la textura de un tumor, la coloración de una víscera.
Las grietas de sus zapatos negros se abren como heridas al tocar el suelo. Allí
se suben unas chicas que acaban de salir del instituto. Una de ellas está
muerta, pero nadie se lo reprocha gracias a los derechos civiles recientemente
conquistados. Cuando ya estoy a punto de dormirme, el autobús da un frenazo dentro
de mi cabeza y vuelvo en mí, aunque no abro los ojos. Entonces veo bajar del
autobús a la chica muerta en un barrio de las afueras. Son las seis de la
tarde, ha comenzado a anochecer y la temperatura ha caído en picado. La chica
muerta se desliza por la calle como una sombra, excepto cuando pasa por debajo
de un farol que la ilumina brevemente, como un cono de luz a una actriz.
La
chica muerta se encuentra con su padre, también muerto, en el portal. Se besan,
suben juntos en el ascensor y entran en un piso frío con las luces apagadas. El
padre muerto comienza a preparar la cena mientras la chica hace los deberes
envuelta en una manta. Sobre las nueve llega la madre, que es la esposa del
hombre, y que está viva. Comen los tres bajo la bombilla de bajo consumo de una
lámpara sucia comentando el programa de la tele. ¿No te parece injusto,
hipócrita lector, mi semejante, mi hermano, que en una cabeza poco más grande
que la de un perro quepa tanta pena?
Tú no
Si
no hubieras nacido, alguien habría dormido en la cuna que no compraron para ti,
alguien se habría sentado en el pupitre que jamás ocupaste en la clase de
párvulos y se habría montado en la que no fue tu primera bicicleta. Alguien
habría ocupado las mesas de las oficinas en las que no trabajaste y se habría
puesto las corbatas que no te regalaron. Alguien se habría fumado los paquetes
de Camel o Marlboro que tú no habrías consumido y se habría puesto aquella
cazadora marrón, de piel, como de piloto, que tampoco habrías comprado a plazos
con tus primeros sueldos. De no haber venido tú a este mundo, otro se habría
puesto al volante del coche de segunda mano que nunca condujiste. Alguien
habría vivido en el apartamento al que no te mudaste al abandonar la casa de
tus padres. Alguien habría preparado espaguetis o tortillas de espárragos en
aquella cocina diminuta en la que no habrías podido practicar tus primeros
sofritos. Alguien, no tú, habría dormido en aquella habitación y sobre aquella
cama cuyo somier sonaba cada vez que te dabas la vuelta para “cambiar la pena
de costado” (cortesía de Manuel Alcántara). Alguien se habría enamorado de tu
mujer, y ella de él, y se habrían ido a vivir juntos y tendrían hijos que
lógicamente no serían los tuyos. Ahora mismo, en esta silla giratoria, estaría
sentada una persona diferente a ti, hombre o mujer, ni idea, haciendo Dios sabe
qué. Tú no estarías, pero la silla sí, las calles estarían también, y los
semáforos, y las moscas en el cristal de las ventanas, y los vencejos en las
cornisas de los edificios. Y un día enterrarían o incinerarían a alguien dentro
del ataúd en el que habrías sido enterrado o incinerado tú de haber nacido.
Nadie te lloraría porque no habrías muerto.
JUAN JOSÉ MILLÁS