Buen rollo
El
sueño del liberalismo actual —cronificar la pobreza— está en vías de cumplirse.
Dice el Banco de España que los jóvenes ganan menos que los de hace una década.
En otras palabras: la miseria se ha institucionalizado. No se muere uno de
pobre, se muere siendo pobre, lo que supone una conquista sin parangón desde el
punto de vista de la armonía social. Viene a ser como si la medicina lograra
convertir el cáncer en una enfermedad perpetua, pero no letal. Se toma usted
este cóctel de medicinas, que tiene sus efectos secundarios, desde luego, pero
logramos que su esperanza de vida iguale a la de su vecino sano.
La estabilidad política, ante todo. No corremos el peligro de que las fuerzas
revolucionarias arrastren a las masas porque las masas se hallan en las
fábricas y en las oficinas, cobrando salarios de hambre, aceptándolos,
asumiéndolos, doblegándose por fin a la idea de que esto es lo que hay.
Descabezados los movimientos sindicales, ensimismados los partidos políticos de
izquierda, globalizado al fin el pensamiento ultracapitalista, no hay barrera
que impida el avance ordenado de la penuria. Solo conviene medir la temperatura
social de vez en cuando, por si fuera preciso introducir alguna medida
correctora: fingir escándalo, por ejemplo, ante el precio de la vivienda o de
la luz, pero explicar urbi et orbe, a
través de los telediarios, la distorsión insoportable que introduciría su
regulación en los mercados.
La
cronicidad conduce a normalización. Se debe denunciar la pobreza en la
literatura, claro, y en el cine, siempre y cuando, como viene sucediendo, la denuncia
actúe como bálsamo más que como generadora de rencor. Esta columna es el modelo
de lo que tratamos de sugerir. ¡Viva el buen rollo!
J. J. Millás
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