Nació en 1974 en una familia de clase media, de padre topógrafo y madre enfermera. La niña Sarah Caroline Olivia Colman no destacó en nada concreto en la escuela pública, ni para bien ni para mal. Su test de proyección profesional vaticinó que sería una excelente conductora de camiones, gracias a su conciencia espacial. Al margen de eso, la primera vez que le espetaron que era buena en algo tenía dieciséis años y estaba sobre un escenario, arrullada involuntariamente por las carcajadas del auditorio. El sueño era demasiado jugoso, demasiado inalcanzable, pero echó raíces de todos modos. Su familia se esforzó por enviarla a una escuela de interpretación (extraordinariamente cara, como todas) y también en procurarle formación como profesora, por si la realidad acababa aplastándola. Y lo hizo, durante unos años. Sobre las tablas conoció a Ed Sinclair, su futuro marido, que abandonó el sueño actoral antes de llegar a la meta. De esa época recuerda con pavor las clases de danza, los leotardos y aquella primera audición que salió mal. Era para Footlights, pero no se enteró de que era una comedia. El matrimonio acabó mudándose a Londres en 1998, donde tampoco los castings salían bien. Tenían, literalmente, una libra secuestrada en la cuenta de ahorros. «¡Y los cajeros automáticos no te dejan sacar céntimos!», recordaría Colman. Entre muchas estrecheces, suele rememorar lo que ella apodó con sorna como su momento sacado de Las cenizas de Ángela: buscaron entre las rendijas del sofá monedas para comprar una patata para compartir en la cena.
El resto está aquí.
Yo la admiro desde hace tiempo. No tanto como el anuncio, pero sí antes de que aquí saltara a la palestra. Y me enorgullezco de ello. Y por una de esas pocas veces, siento que hay una justicia poética con ella. Y con ella, con todos los pobres del mundo, como acababa aquella crónica baloncestística.
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