El
hijo del joyero
En
una clase de escritura creativa, después de que una alumna hubiera
leído un texto de encargo, pregunté a uno de sus compañeros qué
le había parecido.
—Me
ha gustado mucho porque lo he entendido y a mí me gustan las cosas
que entiendo —dijo.
Su
afirmación acerca de las virtudes de lo inteligible fue tan
categórica, tan agresiva incluso, que no me atreví a replicar.
Esperé a la siguiente clase para decir algo.
—¿Te
gusta alguna cosa que no entiendas? —le pregunté con cautela.
—No
—repitió tajante—, lo que no entiendo no me gusta. Desconecto,
me voy.
Estuve
por hurgar un poco en el asunto. Pero juzgué que no era el momento.
Además, no quería poner en aprietos al chico, que me caía bien;
era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir
como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la
televisión.
—Si
quieres escribir como se habla —le dije al principio—, no me
necesitas a mí. Basta con que grabes a la gente y transcribas a
continuación la cinta.
—Sospecho
que hay un truco —respondió él.
—El
truco —le dije— consiste en otorgar a la escritura una apariencia
de oralidad.
—¿Una
apariencia? —dijo él.
—Una
apariencia —dije yo.
—¿Significa
que parezca oral, pero que no lo sea? —dijo él.
—Exactamente
—dije yo.
—¿Y
eso cómo se logra? —preguntó él.
—Buscándose
uno la vida —respondí yo.
Por
alguna misteriosa razón, pensaba mucho en este chico. Había en él
una suerte de opacidad que me resultaba conmovedora. Un día leí en
el taller la primera frase de La Regenta, la novela de Clarín.
—Escuchad
esto —pronuncié abriendo el libro—: “La heroica ciudad dormía
la siesta”.
Me
dirigí luego al chico al que solo le gustaba lo que entendía y al
que en el futuro llamaremos Pedro:
—Pedro,
¿te gusta este comienzo?
—¿Te
importaría volver a leerlo? —dijo él.
—“La
heroica ciudad dormía la siesta” —repetí yo.
—Está
bien —dijo él.
—¿Pero
es una obra maestra? —dije yo.
—Hombre,
tanto como obra maestra… —dudó él.
—A
lo mejor no lo has entendido —aventuré yo.
—Sí
que lo he entendido —se ofendió él—. Dice que la heroica ciudad
dormía la siesta. No tiene más misterio.
—¿Y
tú te imaginas a un héroe durmiendo la siesta? —pregunté yo.
—Perfectamente
—dijo él.
—Ponme
un ejemplo —dije yo.
—Mi
padre —dijo él—. Mi padre se levanta a las tres de la madrugada,
va al mercado central, compra la carne del día, la transporta hasta
su puesto en el mercado del barrio, la coloca, abre la tienda,
atiende a los clientes. Mi padre pesa 120 kilos. Es un gigante, no le
tiene miedo a nada. Y después de comer da una cabezada en el sofá.
¿Qué
responder a eso? El heroico padre de Pedro dormía la siesta. Un día
que fuimos a tomar una cerveza al terminar la clase le pregunté:
—Pedro,
¿tú me entiendes?
—No
—dijo.
—¿Y
te gusto como profesor?
—No
—respondió sin vacilar.
—¿Por
qué vienes entonces a mis clases?
—Porque
sabes algo sobre la construcción de los diálogos que yo no sé.
Al
día siguiente, leí en clase el comienzo de un cuento de Raymond
Chandler que dice así: “Era uno de esos hermosos días de finales
de abril, si a uno le importan esas cosas”. Pregunté a Pedro si le
parecía genial.
—Creo
que sí —dijo—, creo que es muy bueno.
—¿Por
qué? —pregunté yo.
—Porque
da, en muy poco espacio, mucha información sobre el que habla. Nos
dice que es un tipo cansado.
—¿Y
crees que las personas se expresan de ese modo?
Dudó.
Me dirigí a la clase y pregunté si la gente, en la vida real, habla
como los personajes en las novelas y en el cine. Los alumnos se
miraron unos a otros. No era un grupo muy participativo. Saqué de mi
cartera un papel donde llevaba impreso el famoso diálogo entre los
dos protagonistas de Johnny Guitar:
Él:
¿A cuántos hombres has olvidado?
Ella:
A tantos como mujeres tú recuerdas.
Él:
No te vayas.
Ella:
No me he movido.
Él:
Dime algo agradable.
Ella:
Claro, qué quieres que te diga.
Él:
Miénteme, dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Ella:
Te he esperado todos estos años.
Él:
Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Ella:
Habría muerto si no hubieses vuelto.
Él:
Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Ella:
Aún te quiero como tú me quieres.
Él:
Gracias, muchas gracias.
Me
volví de nuevo a la clase. Volví a preguntar si la gente hablaba
así en la vida. Tuvieron que aceptar que no. Les dije que el día
anterior, preparando la clase, había tropezado en Internet con una
curiosa demanda. Alguien solicitaba una especie de catálogo de
frases típicas de telenovela. La respuesta con más puntos citaba
las siguientes:
—No
soy más que una simple criada.
—¿Por
qué tuve que nacer ciega?
—Hay
que impedirlo a toda costa.
—Estoy
esperando un hijo tuyo.
Los
alumnos rieron al reconocer el lenguaje del melodrama, muy parecido
al lenguaje de la vida. La vida les hacía gracia. Pedro, en cambio,
se había quedado pensativo. Me pidió que desmontara la frase con la
que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de
finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de
un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que
les gustaba. Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones.
Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad
cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se
introduce con la intuición de que romperá así la monotonía
grandiosa, aunque previsible, de la avenida.
—Lo
curioso —añadí— es que todo el mundo sabe lo que es un
callejón, pero no todo el mundo sabe lo que es una oración
subordinada.
La
que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por
una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y
una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les
expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la
subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de
sentido por sí sola. Ahora bien, añadí, la principal, pese a su
capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos
hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De
hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a
uno le importan esas cosas”). Observad, les pedí, la capacidad
irónica de ese callejón gramatical. Repetimos: si a uno le importan
esas cosas. De súbito, y gracias a su subordinada, la frase
principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una
fuerza asombrosa. Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a
Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la
prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era
uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena
si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado
(si a uno le importan esas cosas).
El
lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar
inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no
todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema
siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el
punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a
escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla.
Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su
habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una
película. ¿Qué distingue a las frases magnéticas de las comunes?
Que en su interior sucede un drama de carácter semántico. “La
heroica ciudad dormía la siesta”. “Era uno de esos hermosos días
de finales de abril si a uno le importan esas cosas”. Por cierto,
que Pedro, mi alumno del taller de escritura, era un tipo magnético,
aunque de un magnetismo turbio, oscuro, un magnetismo con lagunas de
opacidad. En una ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton
que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se
rieron todos, menos Pedro.
—¿Por
qué os reís? —pregunté.
Las
explicaciones fueron al principio confusas, pero poco a poco fuimos
aproximándonos a la cuestión. “Cuando fuiste mía”, la oración
subordinada, en este caso, carecía de interés. La sorpresa salta al
leer la principal, “llevabas un audífono”. ¡Dios mío!, a
quién, si no a un genio, se le ocurriría completarla de este modo.
Llevabas un audífono. Cuando fuiste mía llevabas un audífono. Si
ustedes escriben en Google el sintagma “cuando fuiste mía”, les
salen 3.480.000 resultados. Es el primer verso de miles canciones.
Pero ninguno, de entre esos millones de “cuando fuiste mía”, se
completa con un “llevabas un audífono”. En este caso, la frase
principal es la intrusa. ¿Qué rayos hace ahí el “llevabas un
audífono”? Se enfrenta al tópico, lo destroza, lo vuelve a su
favor. Engaña a la lengua, al monstruo, le hace creer que va a
escribir un poema romántico, un poema idiota, un texto de todo a
cien, y al dar la vuelta a la frase le da esquinazo, le cuela el
“llevabas un audífono”. En resumen, “llevabas un audífono”
hace antiliteratura, que es la única forma posible de hacer
literatura. Un día leí en el periódico la reseña de una novela a
la que el crítico calificaba de “rara”. Imaginé el caso
contrario, una crítica sobre una novela cualquiera de la que se
dijera que era normal. Tienen ante ustedes una novela normal. ¿Hay
novelas normales? Quizá sí. Y quizá sean las que definan el gusto
dominante. Las novelas normales poseen una facultad que no tiene
precio: que se entienden. Se entienden, digámoslo todo, al modo en
que Pedro había entendido el ejercicio de la alumna al que aludíamos
al principio de estas líneas. Y no solo se entienden, sino que te
entienden. Saben que estás agotado, que tienes en la cabeza mil
cosas que resolver. Hay que llamar al servicio técnico del gas para
que vengan a hacer la revisión anual, has de llevar el coche a la
ITV y el gato al veterinario. La vida diaria está repleta de
pequeñas ansiedades que dificultan la concentración. Si aún te
queda un hueco para leer una novela, le pides entenderla y que te
entienda, es decir, que te dé la razón. ¿Quién quiere una novela
que no le dé la razón? ¿Quién quiere un poema de amor que diga
que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no
sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra.
Pasaron los años y un día tropecé con Pedro en la calle. Iba
vestido como un ejecutivo de éxito. Intercambiamos las frases
habituales, tópicas, las frases que nos ordenaba decir la lengua y
que jamás se dirían los personajes de una novela. ¡Cuánto
tiempo!, ¿cómo te va?, ¿vives en Madrid?, etcétera. Una vez
agotado el repertorio, le pregunté si le apetecía tomar un café.
—Claro
—dijo él.
Nos
metimos en un bar y continuamos intercambiando banalidades. Casi a
punto de despedirnos, Pedro me apuntó con el dedo y me dijo con una
sonrisa rara, una sonrisa que podía ser la imitación de una
sonrisa:
—De
modo que la heroica ciudad dormía la siesta.
—Sí
—dije yo—, y cuando fuiste mía llevabas un audífono.
—Verás
—dijo él—, entendí perfectamente, a la primera, la heroica
ciudad dormía la siesta. La entendí tanto que me asustó y por eso
intenté devaluarla. Mi padre no tenía una carnicería ni se
levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado central ni
pesaba 120 kilos. Mi padre no era un héroe. Mi padre tenía cinco
joyerías, cinco; ahora tenemos diez porque me he incorporado yo al
negocio. Y me gusta. Entonces, no. Estaba en la época de la
rebeldía. No quería parecerme a mi padre. Ignoraba que escribir
como se habla era un modo de parecerme a él por otra vía. Tú, sin
darte cuenta, me hiciste ver que en el fondo quería ser como él. Un
día dijiste en clase que se escribe desde el conflicto, que si no
hay conflicto se puede escribir el código penal pero no Crimen
y castigo. Yo creía que quería escribir Crimen y castigo, pero
no era cierto. Me interesa más el código penal, lo entiendo mejor
que Crimen y castigo. Gracias de todo corazón por abrirme los
ojos.
Me
quedé perplejo. Pedro no había acudido al taller para aprender a
escribir, sino para aprender a escribirse. Cada vez que abría una
joyería, añadía un capítulo a su existencia. Un capítulo de un
libro que entendía a la perfección, un capítulo de una novela
“normal”, perfectamente inteligible. Y de esto era de lo que
pretendíamos hablar desde el principio de estas líneas, de las
fronteras entre lo inteligible y lo ininteligible; de los problemas
de lo que entendemos y las virtudes de lo que no entendemos; de la
diferencia entre hablar y ser hablado o escribir y ser escrito. Juan
Benet decía que con los libros nos pasa a los seres humanos lo mismo
que les pasa a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los
hombres. Desde el punto de vista del hombre, hay mujeres que nos
gustan, pero que no nos interesan, y mujeres que nos interesan, pero
que no nos gustan. Nos casamos cuando coinciden el interés y el
gusto. Quizá sea así. En todo caso, es verdad que hay libros que
nos gustan y libros que nos interesan. No podemos entregarnos solo a
los que nos gustan por el mero hecho de que los entendamos. Son los
que nos dan la razón, cuando lo que hay que buscar en los libros, y
en los cónyuges, es que nos la quiten.
Juan José Millás
Cuando fuiste mía llevabas un audífono.
En
el sofá, a media tarde, leyendo una poesía a la que no presto
atención, ocupada como está mi cabeza en problemas de orden
doméstico. Lo que se entiende, en fin, por una lectura mecánica,
que consiste en avanzar a ciegas por la página del libro mientras te
concentras realmente en otro asunto. Mañana sin falta, por ejemplo,
hemos de llamar al servicio técnico del aire acondicionado porque el
calor se ha echado encima de un día para otro y no hay manera de
trabajar en la buhardilla. También hemos de llevar el coche a la
ITV, aunque quizá convenga pasarse antes por el taller, para que lo
pongan a punto y evitar viajes inútiles. La vida cotidiana está
llena de ansiedades pequeñas que juegan a retirarse y a volver, como
las olas; a vece suben, como la marea, y significa que tienes que ir
al dentista, al entierro de un amigo o a renovar el carné de
conducir.
Parece mentira que le quede a uno tiempo para leer,
incluso aunque haya aprendido a hacerlo sin enterarse, como yo ahora
mismo, que devoro un poema al que no presto atención alguna hasta
que tropiezo con el siguiente verso: "Cuando fuiste mía,
llevabas un audífono". ¿He leído bien? Cuando fuiste mía,
llevabas un audífono. De súbito, todas las alarmas de mi intelecto
saltan y me concentro en el poema, como el bombero que abandona el
crucigrama al escuchar la sirena. "Cuando fuiste mía, llevabas
un audífono". Esto es muy serio, muy espectacular, muy genial,
muy desasosegante. He aquí una de esas sorpresas que te obligan a
dejarlo todo para regresar al comienzo del texto y releerlo con la
atención del que se pone a escuchar una canción que hasta el
momento se había limitado a oír. El poema, muy bueno, se
titula Algunas cartas extrañas y es de Anne
Sexton, cuyas obras completas acaba de publicar Ediciones
Linteo.
Cuando
fuiste mía, llevabas un audífono.
Joder.
Juan José Millás
Some
Foreign Letters, sin traducir, está aquí. Traducido no lo he
encontrado.