Tal vez algún compañero del instituto le había hablado de un desierto donde había palmeras o puede que solo fuera una rebelde con demasiados sueños. Tenía 16 años aquella adolescente cuando levantó el vuelo una madrugada. Fue la madre a despertarla y encontró su cama vacía. La niña ha volado, le dijo la mujer al marido. No entendían nada. “¿Qué hemos hecho mal?”, se preguntó el hombre mirándose en el espejo del baño. Él regentaba un famoso despacho de abogados. Ella era psicóloga y había citado a varios pacientes esa mañana. La niña en una gasolinera de las afueras llevaba ya una hora suplicando a cualquier conductor que la llevara al sur. Después de varias negativas, finalmente su plegaria fue atendida por un camionero, que la dejó en una ciudad con puerto de mar. En el muelle había un chico que también andaba extraviado y como los dos iban igualmente perdidos juntaron las mochilas y compartieron también el primer tatuaje, una serpiente, él enroscada en un brazo, ella alrededor del ombligo. Un caso entre mil en aquel tiempo. Tuvieron que pasar algunos años y muchas caídas para que, de regreso a Madrid, el fotógrafo Alberto García Alix certificara con una imagen los estragos que en los cuerpos de estos fugitivos dejaron los vanos sueños. El estudio de este fotógrafo en la calle Atocha era el último apeadero de ese viaje de donde ya no se vuelve. García Alix (León, 1956) examinó de arriba abajo con mirada de forense a aquellos dos seres que pretendían convertirse en sus posibles criaturas, la córnea color fresa de los ojos, las venas del antebrazo, los fieros tatuajes que cubrían de tigres sus carnes macilentas, la pelambrera rapada con crestas de gallo, los garfios y cadenas como arreos de caballo. Les dijo: “No estáis todavía lo bastante muertos. Seguid vuestro viaje al Hades”. Aquella pareja que antaño fueron espléndidos retoños de una burguesía feliz abandonaron el estudio de García Alix y se adentraron por las calles de Malasaña, por los túneles de Azca, por los descampados de Entrevías para madurar un poco más. Sin trampas A partir de 1975, mientras el dictador seguía agonizando sucesivamente en todas las esquinas, sonaban en los garitos y colmados del rollo las descargas de los Ramones, de Sex Pistols, de Dead Boys. El fotógrafo García Alix había convertido su leica en un arma de guerra y con ella comenzó a coleccionar los futuros cadáveres que iba a traer la libertad. No se permitió hacer trampas. El propio fotógrafo daba ejemplo de estar comprometido con sus propias criaturas; compartía con ellas las mismas camas deshechas, los mismos cubos de plástico para vomitar, el mismo sexo perforado, el mismo afán de cabalgar la moto hacia un horizonte de hormigón, la misma pócima del olvido, la dama pálida cuya calavera estaba coronada con diamantes o cualquier otra sustancia que introducida por los siete orificios del cuerpo y alguno más sirviera para expulsar la conciencia por las orejas. Alberto García Alix decía: “Tiro cuando siento miedo”. Solo disparaba si veía su propia vida reflejada en los seres que fotografiaba. Eran aquellos días en que en este país al final de la dictadura, bajo un mismo pistoletazo de salida, galgos y caballos comenzaron a ladrar y relinchar juntos en una carrera hacia la nada por los túneles de la ciudad. A García Alix le excitaba disparar su cámara sobre los ojos melancólicos de los perros perdedores, sobre las violentas fauces erizadas de colmillos de perros sangrientos, sobre los perros que en brazos de mujeres maduras y desamparadas eran el último recipiente donde ellas arrojaban todo su amor. Por los sótanos de la contracultura discurrían las tribus urbanas en busca de abrevadero y García Alix era el inspector de alcantarillas que daba los certificados. Sabía que en aquel tiempo la imagen de una chica con minifalda de cuero camino de la panadería era más detonante que cualquier ensayo de sociología. El exorcismo Si fotografiaba seres al límite no era para buscar un exorcismo. Su cámara no emitía ningún juicio. Las cosas son así, decía. Paredes desconchadas, perros desolados, lavabos sucios, púgiles cubiertos de tatuajes bajo cremalleras con candados, macarras espatarrados, travestis y transexuales, adolescentes turbios y desafiantes con chupas de cuero duro, jeringuillas, vulvas y erecciones violentas, orgasmos sobre colchones infectos, preservativos anudados que encerraban millones de frustrados habitantes de este perro mundo, pero de pronto su estudio lo atravesaba un ángel con un halo poético. Hay un extraño poema fotográfico debajo de este arsenal humano que trajo a este país el envés de la democracia. En medio del nihilismo anarquista y la neurosis autodestructiva de la estética punk, el talento para captar la belleza entre la rebeldía y la soledad, convirtió a García Alix en protagonista de su propia leyenda. También su cuerpo era una frontera. En su piel lleva grabados todos sus deseos. El desamparo de los paraísos perdidos lo expresa en su autorretrato con la mirada melancólica de aquel tiempo en que emprendió viaje en perpetua fuga. García Alix es su propio modelo de cuero a bordo de la moto a doscientos con el pelo electrificado. Aquella pareja de adolescentes que en los primeros años de la libertad viajaron al sur, de regreso a la ciudad atravesaron el Madrid de los años ochenta y ya batidos por el hormigón desolado del extrarradio se presentaron de nuevo a examen ante García Alix. A este artista solo le interesaban los ojos de aquellas criaturas, la melancólica soledad de su mirada para estar seguro de que ya eran replicantes urbanos. En efecto, ellos habían visto naves en llamas más allá de Orión en los túneles de Azca. “Vale, me dais miedo. Ya sois de los míos”. A su modo el disparo de la leica de García Alix era el rayo C en la puerta de Tannhäuser.
El original, aquí. Es de Manuel Vicent. La fotografía, un autorretrato del Nexus.
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